Intertexto sobre “Saltar el muro”
de Leticia Martín
Me escapo
por la ventana de mi cuarto. Lo hago a espaldas de mi madre. No me importa
nada. Me escapo. La dejo en el comedor, seguramente hablando por teléfono con
mi abuela, contándole el evento. Me voy. Tal vez sea 1982 y haga apenas minutos
del estallido de Guerra Malvinas. No lo
recuerdo exactamente. Solo tengo
imágenes, con intermitencias de ese pasado. Sí puedo sentir que es una tarde de
otoño extraña.
Transpiro voy y vengo por mi habitación como un animal en
cautiverio. Busco cosas para llevarme. Las pongo en una mochila: un vestido
comprado mi madrina, los zapatos negros con taco que me había prestado Vero, el
rímel y el labial rosa perlado, el perfume Madame Rochas y las medias de nylon
sin estrenar.
Vivimos en
una casa que siempre nos resultó chica y que siempre estuvo con arena y
cemento. Nos dicen los Petrocchelli, porque siempre estamos en construcción,
como el abogado de la serie yanqui. Cada
año se agrega un ambiente más, sobre el
techo, o hacia los costados, el consultorio de papá hacia adelante. La casa
siempre se extiende. Cuando alguna etapa se termina papá se encarga de llenar el jardín con
rayitos de sol, incluso en macetas colgantes desde las rejas de las ventanas.
Duran lo que dura el sol fuerte del
verano, después le sigue otra etapa de
construcción, y el polvo, las pisadas de cemento que hay que limpiar constantemente hace que nos olvidemos
que hay que regar las flores y pasamos a tener un potrero lleno de pilas de ladrillos
y montañas de arena.
Hasta sus últimas navidades siempre mi madre contó anécdotas a sus nietos de la construcción. De los días que llegaba tarde de trabajar y Alfredo, el albañil, que ya era casi como de
la familia, había organizado el baño de todos y había preparado la cena “Doña
Mónica los Simonkys se bañaron y esta listos pa la cena”. En la neblina de mi
memoria vuelven nítidas sin embargo las paredes con revoque a la vista, marcos
pintados con anti óxido naranja, la estructura de una losa del garaje que después fue dormitorio mío y al
final un living largo interminable. Una típica casa levantada por etapas, en el
conurbano bonaerense.
Nunca vimos
un plano para precisar cuánto faltaba
para llegar al final de obra. Todo estaba en la cabeza de mi padre, que por
cierto, era un tablero con escaques poco predecibles. El proyecto quedó
inconcluso como la Sagrada Familia, cuando papá se fue de casa, todo quedó
así y la casa se vendió por debajo del
precio del mercado inmobiliario.
Me escapé por la ventana, en una
época donde era muy flaca y haciendo una leve contorsión con el cuerpo podía
flanquear los barrotes de las rejas, que por entonces no eran tan opulentas y
nutridas en hierro. Toda mi rebeldía de esa época se
puede resumir en ese acto.
Era muy sumisa. ¿Es tan grave decidir a
esa edad cortarse el pelo sin consultarlo?
No me queda claro el motivo del
enojo de mi madre. ¿Quiere trazar un límite a mi insipiente insurrección de
adolescente? Pienso en mis amigas, en la Tana que fuma o en Pilu que nos contó en
el recreo que el chico con el que sale le toco las tetas y ella no le dijo nada
porque le gustaba. Yo no. ¿ Será tan grave ir a la peluquería? No recuerdo
hasta este momento otra imagen, más que la de siempre, de mi cara con pecas con
el pelo largo, siempre igual de largo, con algunas variantes: cola de caballo,
media cola, dos colitas, trenza criolla, trenza cocida, raya al medio, raya al
costado, despeinada. Me lo corté casi como lo llevaban mis hermanos. ¿Será tan
grave cambiar?
Sigo
sin recordar el motivo real del enojo de mi madre. Algo debo haber hecho mal.
Algo que ella no querría que hubiera hecho, o quizás, pienso ahora… parecerme a
ella, es probable que haya sido eso, no sé, o quizás dejar de parecerme.
Detrás de la cara de mi madre asoma
el modular. Desde el toca disco vibra la púa sobre el long play. Suena la canción de Julio
Iglesias, el vinilo favorito de mi madre: “De
tanto correr por la vida sin freno, me olvidé que la vida se vive un momento, de
tanto querer ser en todo el primero, me olvidé de vivir los detalles pequeños
“Yo estoy entrando, por la puerta de la cocina, con las manos ocupadas de
carpetas y libros, estoy de regreso de hacer un trabajo de geografía de la casa
de Mari. Mi madre sale del living y nos encontramos en el comedor .Así como estamos ubicadas, frente a
frente, yo in fraganti, con cara de culpa,
algo preocupada porque dudo como haré toda la fiesta para mantener el
equilibrio con los tacos. Hoy sábado, estoy invitada a la fiesta de Quince de
la China que vive a la vuelta.
–¿Qué te hiciste?– podría haberme
dicho. O, tal vez, ¿De dónde sacaste dinero? ¿Por qué tomaste semejante
decisión sin pedir permiso? . Mi mamá
está muy enojada. Pienso que quizás no es conmigo exactamente, por ahí discutió
con mi padre ( algo bastante habitual) por alguna reforma nueva que no estaba
en los cálculos y que seguramente
comprometería las próximas vacaciones.¿ Cuantos años hace que no salimos de
vacaciones? No lo sé. Y tampoco llego hoy a saber con precisión el motivo real
de su enojo .No sé qué hay en mi vieja .Pero algo se enrarece entre nosotras y esa pequeña desobediencia se
convierte en la causa de un reto desproporcionado, que termina en privación
ilegítima de mi libertad.
–No vas.
Ahora no vas. Hoy no salís, no vas y se
acabó. ¡A tu cuarto ya!
Mis proezas personales son casi
invisibles. Fui fiel a los mandatos del mundo machista: una buena nena, una
buena piba, una buena novia, una buena esposa, una buena madre, una buena ex
esposa….Fui siempre ante las trasgresiones de mis hermanos el referente de
buena educación y costumbres. Ser “buena” bastaba para sentirse querida y
aceptada. Al parecer buena se oponía a ejercer soberanía de mi cuerpo, de mi
misma.
Esa tarde extraña, mi madre me está diciendo que “no”. Su cara expresa
una ira para nada acorde al tamaño de mi hazaña. La boca le
tiembla. Yo le sostengo la mirada en silencio. Debería bajar la
vista, pero decido sostenerla. Y eso la enfurece.
-No me
mires, no me desafíes, bajá la mirada.
Sé que no sirve de nada dar explicaciones. Que
el enojo de mi madre es inquebrantable
Mis hermanos asoman desde sus cuartos asombrados, algunos con alguna mirada en
señal de solidaridad conmigo, alguno sin
embargo con alguna risita socarrona
regodeándose en mi castigo.
–No, es
no, –dice mi mamá.
Y una vez
dicho, lo sé, no hay retorno. Porque una madre
nunca retrocede ante una penitencia
decretada, eso siempre dice mi abuela para justificar a mi madre. Así opera la
autoridad en la que soy domesticada.
Semanas, meses esperando ese día,
una excusa perfecta para descubrir si algún Pablo, o Javier o Mongo Aurelio
pueda gustarme y sumarle a esa noche un interés además de usar por primera vez las medias de nylon,
símbolo de la época de que una ya era una señorita. No mido las consecuencias y
en ese mismo instante me doy cuenta de que no puedo dejar de ir.
Toda la operación dura apenas unos dos
minutos. Estoy del otro lado de la reja más allá del no. Desde afuera se pierde la voz
de julio Iglesias en el estribillo:”Me
olvidé de vivir, me olvidé de vivir, me olvidé vivir…” Entonces, esa noche,
hay fiesta de quince.
Ya aprendí a irme, pero todavía no
aprendí a hacerlo sin tener que volver. Así que esa noche, cerca de las tres, o
podrían ser las cuatro de la mañana, toco timbre en la puerta de mi casa y
espero a que me abran. Nadie sale. Es raro.
Por fin una ventana cede y mi
madre pregunta qué quiero.
–Nada –le
digo–, entrar.
Pero mi
madre en lugar de abrir, asoma la cabeza entre las rejas de la ventanita del
costado de la puerta y me dice que si me
fui, que no vuelva. Sé que a la larga va
a dejarme pasar . Lo que no imagino es que tardara tanto.
–Para
entrar vas a tener que demostrar que ya estas grande y hacerte cargo de vos ahí en la noche,
como hacen todos los grandes cuando salen solos por ahí en la madrugada.
Después… convencerme de que esto nunca más va a ocurrir.
La culpa trabaja de manera sigilosa.
“Si te vas, no vas a poder volver a tu casa así no más. Con un perdóname mamá
no me alcanza. Pensá… tenés toda el resto de la noche para pensar, y toda una
vida para recordar”
A las siete cuando la puerta de
entrada se abrió por mi padre para buscar el diario del porche, pude entrar y
hacer lo que mi madre me pidió en la mesa del desayuno, frente a mis hermanos
que asombrados me veían a mí en el lugar donde ellos siempre estaban ,
sancionados pidiendo las disculpas del caso y jurando por todos los santos
evangélicos nunca más volver a cometer tal o cual desobediencia. El tema es que
mi discurso fue bastante confuso porque a casi 24 horas de haber sido condenada
a pedir perdón casi hasta el borde de las lágrimas, no tenía muy claro cuál era
el crimen que había cometido. A esa altura no sabía si fue el corte de pelo, si
me fui al quince de la China por la ventana y no por la puerta o sencillamente por pelotuda. Lo cierto es que por experiencia
sabía cómo se fabricaba en mi madre la
posibilidad del indulto. Utilicé con gran incomodidad, la frase que me
concedería la amnistía y la que a su vez me convertiría en hijo más: “Soy mala
hija, mala hermana y bla bla bla” sonaba
tan parecido a mi abuela cuando en misa se autoproclama culpable de todo. Por
dentro me traspasaba una repugnancia,como cuando me empalagaba con una
sobredosis de mielcitas. Ahora dejaba de ser la hija buena y el buen ejemplo
frente a mis hermanos.
El único
motivo de mi notoriedad había quedado aplastado, mi reputación convertida ahora
en un prontuario… ahora era simplemente una más.
Sentía
que me estaba entregando por completo, admitiendo una pena sin proceso.Me sentí
menoscabada ante la mirada de mis hermanos y dolida frente a la sorna de la
mirada de uno de ellos. Fui hablando, luego con ellos individualmente,
diciéndoles, tal vez con un dejo de resistencia, que hacía lo que hacía, porque no tenía otra salida.
Pasaron décadas para que “salir
entre las rejas” no viniera de la mano de la posterior humillación. Hubo
intentos de exilios frustrados, incluso
decisiones que me convencieron de que lo mejor era quedarme donde estaba. Pero
pensar, aunque en apariencia y en principio me mostraba inmóvil me llevó luego a dar más que pasos. Además de límites, quizá sin saberlo ni quererlo, mi
madre, me había enseñado a salir de entre las rejas, a irme sin tener que luego
regresar.
Corina Vanda Materazzi