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viernes, 27 de enero de 2017

Huellas

“Corina Materazzi hace conocer las marcas y sustentos de un viaje: Huellas (huellas, palabra que remite a las señales del paso ya dado y también a los espacios que invitan a avanzar).
Y ante esa conciencia (o como consecuencia de ella) desborda en sus palabras la elección del ser, de la vida: el pulso, el fuego, el entusiasmo, la aventura.”

Omar E. Argañaraz















Pueden solicitar el ejemplar en esta página.











Los otros hijos

En 1883, Auguste Villiers de L’Isle-Adam, un escritor amigo de Baudelaire y devoto admirador de Poe, impresionó a los lectores parisinos con sus Cuentos Crueles, una colección de relatos que le hacían honor al nombre. En 1966, Abelardo Castillo, otro escritor admirador de Poe, impresionó a los lectores porteños con Cuentos Crueles, una colección de relatos que repetía el título y la crueldad del libro de Villiers de L’Isle-Adam.  Ignoro si Roberto Montaña es admirador de Poe y dudo de que haya leído a Auguste Villiers de L’Isle-Adam, pero, en medio de tanta incertidumbre, estoy convencido de algo: Los otros hijos bien pudo llamarse Cuentos Crueles; en definitiva, se trata de un libro que lejos está de ser cordial y complaciente: mediante una escritura sutil, insinuante, ajena a los adjetivos fastuosos y a la emoción fácil, Montaña va tejiendo una formidable red de la que no podemos salir, de la que, honestamente, no queremos salir: nadie abandona un buen libro, aunque ese libro no sea precisamente amable. De la misma forma con que Villiers de L’Isle-Adam conmovió a los lectores del siglo XIX, del mismo modo que Castillo conmovió y conmueve a los del siglo XX, estoy seguro de que Montaña conmoverá a los lectores de este nuevo siglo que recién comienza. Basta con leer Los otros hijos, detenerse en cada una de sus historias, para comprender que lo que digo no es un obligado elogio de contratapa sino la simple y comprensible admiración que inevitablemente despiertan aquellos cuentos de indiscutible calidad.

Frontera

Lo primero que hice cuando Frontera de Griselda Perrotta llegó a mis manos fue leer en la contratapa aquél párrafo tan cuidadosamente seleccionado del cuento “Ejército de Ángeles” donde describe el barrio de Once y su fauna: “De lunes a viernes, Once tiene ritmo de baguala. Parece cumbia pero es baguala.” leía; y desde ese momento devoré uno a uno los relatos en religioso orden (porque por algún motivo alguien le atribuyó ese y no otro) hasta reencontrarme con aquellas palabras.
Dieciséis relatos, muchas noches y algunos viajes en colectivo hacia la facultad. Cada vez que abría el libro verde me intrigaba comprobar con qué me encontraría. En un principio pensé en redactar una crítica implacable, asesina. Así, con palabras pedantes, buscaría ese detalle que se le había escapado a Perrotta, ese punto flojo que me permitiera regodearme de la falla de su ópera prima. Pero no solo no encontré ese grave error sino que en lugar de eso terminé encariñándome con su prosa y sus personajes y deseando leer otro y otro y otro cuento hasta haberlos leído a todos.
Algunos de los cuentos de esta antología fueron premiados, como en el caso de “La fruta prohibida”, que recibió una mención de honor en el concurso Literario de Cuento y Poesía Horacio Quiroga. Es una historia tierna que se adentra en la mirada de un niño mientras describe su cotidianidad y narra su encuentro con algo común pero para él desconocido. La belleza de esta narración muestra la práctica que Perrotta adquirió en los talleres de Alberto Laiseca.
Cada historia cuenta algo, cada protagonista vive dentro de su diégesis y las diégesis de las historias de Frontera no se entrecruzan. Sin embargo, sí hay puntos comunes que unen sin redundar: la inmensidad del mar, la soledad y sobre todo las ausencias. He aquí el hilo conductor que enlaza cada una de las realidades que describe la autora: la muerte como ausencia más drástica, la desaparición, aquello que nunca experimentamos ni conocimos (¿otra ausencia?), la ausencia de sentimientos, la ausencia del amor. Existe un vacío que atraviesa estas historias y sin embargo no deja de contener momentos hilarantes y divertidos propiciados por un viraje en la mirada o en la singularidad de los narradores.
El disparate, el absurdo, la tristeza, la esperanza, todo tipo de sentimientos aparece a medida que avanzamos en la lectura de Frontera. La niñez se encuentra muy presente, las evocaciones, el lenguaje pueril y el recuerdo. Como en el cuento “La reina de la viruta” que me recordó a la fábula El pescador y su mujer por su moraleja sobre cómo la ambición termina convirtiéndose en un arma de doble filo.
Me alegró saber que Frontera se agotó y que ya va por su segunda edición y deseo reencontrarme con Perrotta y con sus universos disparatados en una continuación de esta maravilla. Será hasta la próxima.
Por María Belén Rodríguez

Frontera ya va por su tercera edición y a mí ME ENCANTO

Cuentos Reunidos

«No se puede -ni se quiere- huir de esa obra fascinante que es la literatura de Liliana Heker. Desconfiados o seducidos, caemos en cada cuento como amenazados de muerte para darnos cuenta de que sólo hay amenazas de vida, que la salvación está en el texto, en sus palabras, que es en el sendero preciso del lenguaje donde nos esperan los seres más curiosos, las peripecias más extrañas, la vida más intensa.»
Griselda Gambaro

Tres hermanos




Tres hermanos indaga sobre la vivencia de la infancia a un costado de la vida de los adultos; pero no ya con la nostalgia del paraíso perdido sino como una de las mayores experiencias humanas con todo lo hermoso y trágico que eso conlleva; sobre todo cuando, como en el caso de Esther Cross, el universo lúdico que plantea hace pensar  en algo mucho  más profundo que un modo de representación: acaso la clave de una manera de acceso al conocimiento que con los años se pierde, lenta, inexorablemente.

El zorro sabe por zorro pero...

Obra de Teatro en un solo acto

Esta historia trascurre en  el despacho de una Comisaría de pueblo. En ella se encuentra un escritorio con una máquina de escribir, un teléfono intercomunicador, un mate y un termo.
El Comisario se encuentra sentado en el sillón de su despacho con los pies sobre el escritorio.
El Comisario está hablando por el teléfono intercomunicador.


COMISARIO

Fernandez hace pasar  a mi despacho a Dona Pepa. No, esa no es Doña Pepa Fernandez, esa es la ex de del médico, boludo. Esa dejala juntando orina que yo en quilombo de polleras no me meto. Vos hace lo que yo te digo ¿capsci? Y dale, imprimile vértigo al asunto que me tengo que ir temprano, tengo peña en el club.

Entra Doña Pepa a escena: en un brazo una manta con “algo” dentro y en la otra mano un bastón. El Comisario se levanta del asiento y rodea el escritorio para recibirla. Se acerca y la toma del brazo para ayudarla a avanzar.

COMISARIO

Buenas Doña Pepa ¿qué la trae por acá?


DOÑA PEPA

Buenas serán para Ud.  ¡Miré cómo tengo al Robledito! (de la manta saca, tomando por las patas  un gallo desmayado y lo apoya en el escritorio). Esto es un espanto. Ud. tiene que hacer algo. Estoy segura que Ud. lo va a hacer.

COMISARIO

A ver… siéntese  Doña .No  sé cómo podría ayudarla porque Ud. sabe que yo de veterinaria nada, lo mío, son otros asuntos… Ud. sabe… ¿Quiere unos amargos?

DOÑA PEPA

Mire Comisario yo soy vieja pero no soy boluda vio… la cabeza me funciona todavía, a Dio gracia. Necesito que me tome la declaratoria  que le dicen por abuso sesual.

COMISARIO

¿Perdón? (escupe el liquido del mate que está tomando)¿ Dijo abuso sexual?

DOÑA  PEPA

Mismamente. Así como lo oye. Deme el mate que yo le cebo mientras Ud. escribe mi declaratoria.

COMISARIO

A ver... yo no entiendo muy bien… ¿qué tiene que ver el Robledito en todo esto? ¿Fue el testigo?

DOÑA PEPA

Comisario míreme bien hombre (se para y con ambas manos empieza a contornear su cuerpo). ¿Ud. cree que hay hombre tan guapo en el pueblo pa animarse a cometer un delirio tan grande? Mireme bien… antes podría  haber sido vio, pero claro, Ud.  mhijo , ni había nacido.
Comisario, la víctima es el Robledito. (Lo toma con ambas manos y se lo acerca al Comisario.)

COMISARIO

¿El Robledito?

DOÑA PEPA

Si hombre,  el Robledito fue abusado sesualmente, por el hembraje de al  lado. Lo dejaron abombao, que le dicen, apenas si respira de a ratitos, el garguero le palpita todo. Me lo desplumaron todo, esta todito despilchado.
¡Ahijuna!
Esas tienen una angurria sesual tremenda. Cachuhas calientes (señala con  ambas manos en su entre pierna) como pava pasada para el mate tienen.


COMISARIO

 Pero Doña Pepa, disculpe, sigo  confundido… porque al lado suyo vive una mujer sola, la viudita…


DOÑA PEPA

Satamente, la Rosenda, viuda del espichado Braulio, Dio lo tenga en la santagloria. (Se persigna.)


COMISARIO

Entonces… ¿quiénes serían “las de al lado”? Porque para hacer la denuncia tenemos que precisar Doña Pepa…


DOÑA PEPA

¡Las ponedoras  de la Rosenda Comisario!


COMISARIO

¡Ahhh! Ahora si voy entendiendo. Ahí vá.


DOÑA PEPA

¡Ay mhijo ya estaba asustada! Pensé que estaba  chupao  ¿Me va a tomar la declaratoria si o no?


COMISARIO

Si, si  Doña Pepa adelante. Tome asiento y cuente que yo voy escribiendo.


DOÑA PEPA

El tema es que desde que el Braulio estiró las patas, ¿se acuerda no? Pobre infeli, Dio lo tenga el la gloria,(se persigna)el rancho quedó a cargo de la Rosenda, que nunca supo hacer otra cosa que criar sebo, pero a gatas pudo con todo el animalaje.  Se fue apichonando y empezó a vender todo para asegurarse el forraje de las gallinas, que es lo único que quedó en pié. Arañando tenía palos gastos.

COMISARIO

Si eso ya lo sabemos todos Doña Pepa, pero…podríamos ir directamente al hecho en sí de la denuncia…

DOÑA PEPA

¡Canejo hombre que ya voy al punto! No me frunza el hocico. Tenga paciencia si me interrumpe se me va el hilo. Ahí voy al asunto.Como le decía todo empioró y el gallo de la Rosenda también espichó con la la helada del invierno. Durito le quedó, como una estatua pa la plaza.Fue entonces que un día cuando me vine pa el pueblo, la Rosenda aprovechó la boliada  y la vi acollarando a mi Robledito con sus ponedoras, cuando yo estaba de regreso. El Robledito se resistía vio, y ella lo ponía y lo ponía (toma al gallo desmayado y lo sacude empujando con fuerza  contra el escritorio, acto seguido lo vuelve a dejar sobre el mismo lugar) porque necesitaba de la hombría (hace gesto con ambas manos en la entrepierna) pa tener los huevos pa susistir. Al tiro le grité que lo soltara que el Robledito es de mi propiedá, que qué se creía …Que se consiguiera un macho… que sepa pisar a sus ponedoras.Pero después  parece ser que el Robledito se aquerenció con ellas o la Rosenda le hizo un gualicho y se me escapa pa el corral de ella  y me vuelve en este estado (levanta al gallo desmayado y lo pone encima de la máquina de escribir) ¿se da cuenta? y  ya no le tiene ganas a mis ponedoras que encima andan como locas alzadas y tengo que darles pan con vino para que dejen de piar.

COMISARIO

Créame, Doña Pepa, la entiendo, pero esto es una cuestión de la naturaleza. Es un tema que no le podemos achacar a  la justicia…

DOÑA PEPA

Yo creo sin embargo que sí. Que Ud. si puede, (lo apunta con el bastón) hacer porque… Ud. tiene llegada con la Rosenda desde que el Braulio (le guiña un ojo en signo de complicidad ) …  Podemos llegar a un buen arreglo ¿no le parece?

COMISARIO
(Se acerca amedrentando.) ¿Cómo dice?

DOÑA PEPA

¿Otra vez hombre con la confusión? (Se para.) Le repito yo soy vieja pero no pelotuda.A ver si con esto nos ayudamos los dos y ordenamos este barullo:
(Enfrentados, Doña Pepa avanza con las manos en boca de jarra mientras inquiere y el Comisario retrocede)¿Dígame Señor Comisario qué le puedo yo decir a su señora esposa  cuando no pueda cumplir con la entrega de los huevos doble yema de la semana para sus gurises? Podría decirle que me quedé sin huevos porque el Robledito anda en el corral de la  Rosenda… y que vaya su señora esposa a comprar a lo de la Rosenda… digo… por ejemplo… y que su señora esposa se pregunte,cuando vaya por los huevos… que hacen allí los huevos de su señor esposo… digo… por ejemplo vio…
Mi querido Comisario… me voy con Robledito (agarra al gallo y lo arropa) pa las casas y piense… no se aflija mhijo, cambie esa cara de espanto todo tiene solución. Yo confío en Ud. ( se va hacia la puerta del despacho y antes de cruzar el umbral se vuelve señalando al comisario con el bastón)
Y recuerde… El zorro sabe por zorro pero más sabe por viejo.
                       

Doña Pepa se va por la puerta, el comisario queda  en el escritorio agarrándose cabeza  con ambas manos totalmente derrotado.

Corina Vanda Materazzi


jueves, 26 de enero de 2017

La bombacha mojada

            Le pregunte a Julia a qué hora volvía mamá. No me contestó, no sé si porque estaba concentrada persiguiendo a la cucaracha con la zapatilla en la mano o porque no me había escuchado. Precisar el  número de empleadas  que contrató mi madre en casa, es como contabilizar los granos de sal que hay en el mar. Pero era Julia la de ese día, lo recuerdo perfectamente. Imposible olvidarlo.
            Esperé unos minutos hasta que finalmente la zapatilla dio en el blanco. Un golpe seco y mudo. Tenía una habilidad inigualable para esas tareas desagradables que se van postergando en la casa como destapar el inodoro, atrapar lauchas, creo que por eso duró tanto, mi madre que no era por cierto una ama de casa convencional, tolero  la falta de esmero en otros quehaceres domésticos. Cuando Julia terminó de dar un santo sepulcro a su víctima insistí con la pregunta, Julia solo levantó una ceja y me miró. En ese instante comencé a darme cuenta que las cosas no estaban bien y lo mejor era no hacer más preguntas. Yo conocía esa mirada feroz, era la misma con que Julia nos miraba cuando mamá se iba, la misma con la que  había mirado también unas horas atrás a mi hermano en la habitación contigua. Después de de todo pensé que mamá volvería, nunca sabíamos cuando, pero siempre volvía. En general ya estábamos los dos dormidos cuando mamá llegaba y a mí me generaba un alivio, yo también como ella lo hacía con Julia, soportaba ciertos descuidos que mi madre propiciaba  o ausencias pronunciadas sin mucho justificativo  con tal que volviese. Que mi madre regresara  solo significaba que Julia se iría y eso era lo bueno.
            En verano los días eran más largos y el calor encima no era un buen ingrediente. En la tele habían dicho que había que tener cuidado con algunas cosas de la casa porque el calor las inflamaba, que la gente anda más nerviosa, que manejan y andan  como locos. Una vez intenté decirle a mamá que mejor ir a una colonia de verano o a la casa de los abuelos pero me dijo que mejor nos quedáramos en casa porque  Julia la dejaba tranquila. Eso decía ella porque Julia no la miraba así a ella.
            Desde  que Julia había venido a casa no volaba ni una mosca, eso había que reconocerlo. Desde su llegada todo era en silencio,  hacia todo en  el mayor mutismo, hasta esas cosas que aun con el mayor esmero posible implican generar algún sonido.
            Con mi hermano nos acostumbramos con el tiempo a hablar tan bajito que mamá pensó un día que nos volvimos roncos. Habíamos incluso ideado un idioma gesticular para contarnos cosas o incluso advertirnos de ciertas cuestiones  para quedar a resguardo de los oídos de Julia. Por suerte a mi no me daba por gritar, como a mi hermano esa tarde cuando se asustó con la cucaracha. Cuando me venía el miedo, no más me hacía pis en silencio, después me cambiaba la bombacha y  limpiaba  todo sin decir nada por las dudas el olor me delatara.
            Ya hacia un rato que estaba ahí parada, en la cocina mirando por la ventana esperando seguramente apareciera mi madre. Disciplinada en el silencio era capaz de oír el auto a unas cuadras incluso era capaz de escuchar crecer el pasto en la vereda de casa.
            Unos segundos después desde allí constaté que mi hermano ya no respiraba, sigilosamente empapé toda la bombacha.

Corina Vanda Materazzi


Somos

Partículas en el universo,
destellos de lumbre en los sueños,
pizcas de sal en el océano,
apenas un milímetro
antes del fallecimiento.
Secretos a los cuatro vientos,
somos
a veces...
historias en el camino
de nuestro rumbo incierto...

Corina Vanda Materazzi
del libro HUELLAS

Hay cosas...

Hay cosas que escribo
para no decirlas,
hay cosas que grito
para que no se apaguen,
hay cosas que callo
para que crezcan,
hay cosas que pinto
para recordarlas.
Hay cosas…
que nunca digo…
para no matarlas.

Corina Vanda Materazzi
del libro HUELLAS

Estar vivo

Está vacío,
quien no ha perdido
todo o gran parte
de lo obtenido.
Está perdido,
quien no ha extraviado
alguna vez su propio destino.
Está muerto,
quien no se ha olvidado de sí
más de lo permitido.
Está vivo
quien aún y a pesar
de sí mismo
continúa equivocando
el camino.

Corina Vanda Materazzi
del libro "HUELLAS"

miércoles, 25 de enero de 2017

Entre rejas

Intertexto sobre “Saltar el muro” de Leticia Martín

            Me escapo por la ventana de mi cuarto. Lo hago a espaldas de mi madre. No me importa nada. Me escapo. La dejo en el comedor, seguramente hablando por teléfono con mi abuela, contándole el evento. Me voy. Tal vez sea 1982 y haga apenas minutos del estallido de  Guerra Malvinas. No lo recuerdo exactamente.  Solo tengo imágenes, con intermitencias de ese pasado. Sí puedo sentir que es una tarde de otoño extraña. Transpiro voy y vengo por mi habitación como un animal en cautiverio. Busco cosas para llevarme. Las pongo en una mochila: un vestido comprado mi madrina, los zapatos negros con taco que me había prestado Vero, el rímel y el labial rosa perlado, el perfume Madame Rochas y las medias de nylon sin estrenar.
            Vivimos en una casa que siempre nos resultó chica y que siempre estuvo con arena y cemento. Nos dicen los Petrocchelli, porque siempre estamos en construcción, como el abogado de la serie yanqui.  Cada año  se agrega un ambiente más, sobre el techo, o hacia los costados, el consultorio de papá hacia adelante. La casa siempre se extiende. Cuando alguna etapa se termina  papá se encarga de llenar el jardín con rayitos de sol, incluso en macetas colgantes desde las rejas de las ventanas. Duran lo que dura  el sol fuerte del verano, después le sigue  otra etapa de construcción, y el polvo, las pisadas de cemento que hay  que limpiar constantemente hace que nos olvidemos que hay  que regar las flores  y pasamos  a tener un potrero lleno de pilas de ladrillos y montañas de arena. 
            Hasta sus  últimas navidades  siempre  mi madre contó anécdotas a sus nietos de la construcción. De los días que llegaba tarde de trabajar y  Alfredo, el albañil, que ya era casi como de la familia, había organizado el baño de todos y había preparado la cena “Doña Mónica los Simonkys se bañaron y esta listos pa la cena”. En la neblina de mi memoria vuelven nítidas sin embargo las paredes con revoque a la vista, marcos pintados con anti óxido naranja, la estructura de una losa  del garaje que después fue dormitorio mío y al final un living largo interminable. Una típica casa levantada por etapas, en el conurbano bonaerense.
            Nunca vimos un plano para precisar  cuánto faltaba para llegar al final de obra. Todo estaba en la cabeza de mi padre, que por cierto, era un tablero con escaques poco predecibles. El proyecto quedó inconcluso como la Sagrada Familia, cuando papá se fue de casa, todo quedó así  y la casa se vendió por debajo del precio del mercado inmobiliario.
            Me escapé por la ventana, en una época donde era muy flaca y haciendo una leve contorsión con el cuerpo podía flanquear los barrotes de las rejas, que por entonces no eran tan opulentas y nutridas en hierro. Toda mi rebeldía de esa época se puede resumir en ese acto.  Era muy sumisa.  ¿Es tan grave decidir a esa edad cortarse el pelo sin consultarlo?
            No me queda claro el motivo del enojo de mi madre. ¿Quiere trazar un límite a mi insipiente insurrección de adolescente? Pienso en mis amigas, en la Tana que fuma o en Pilu que nos contó en el recreo que el chico con el que sale le toco las tetas y ella no le dijo nada porque le gustaba. Yo no. ¿ Será tan grave ir a la peluquería? No recuerdo hasta este momento otra imagen, más que la de siempre, de mi cara con pecas con el pelo largo, siempre igual de largo, con algunas variantes: cola de caballo, media cola, dos colitas, trenza criolla, trenza cocida, raya al medio, raya al costado, despeinada. Me lo corté casi como lo llevaban mis hermanos. ¿Será tan grave cambiar?
            Sigo sin recordar el motivo real del enojo de mi madre. Algo debo haber hecho mal. Algo que ella no querría que hubiera hecho, o quizás, pienso ahora… parecerme a ella, es probable que haya sido eso, no sé, o quizás dejar de parecerme.
            Detrás de la cara de mi madre asoma el modular. Desde el toca disco vibra la púa  sobre el long play. Suena la canción de Julio Iglesias, el vinilo favorito de mi madre: “De tanto correr por la vida sin freno, me olvidé que la vida se vive un momento, de tanto querer ser en todo el primero, me olvidé de vivir los detalles pequeños “Yo estoy entrando, por la puerta de la cocina, con las manos ocupadas de carpetas y libros, estoy de regreso de hacer un trabajo de geografía de la casa de Mari. Mi madre   sale del living  y nos encontramos en el comedor .Así como estamos ubicadas, frente a frente, yo in fraganti, con cara de culpa, algo preocupada porque dudo como haré toda la fiesta para mantener el equilibrio con los tacos. Hoy sábado, estoy invitada a la fiesta de Quince de la China que vive a la vuelta.
            –¿Qué te hiciste?– podría haberme dicho. O, tal vez, ¿De dónde sacaste dinero? ¿Por qué tomaste semejante decisión sin pedir permiso?  . Mi mamá está muy enojada. Pienso que quizás no es conmigo exactamente, por ahí discutió con mi padre ( algo bastante habitual) por alguna reforma nueva que no estaba en los cálculos  y que seguramente comprometería las próximas vacaciones.¿ Cuantos años hace que no salimos de vacaciones? No lo sé. Y tampoco llego hoy a saber con precisión el motivo real de su enojo .No sé qué hay en mi vieja .Pero algo se enrarece entre nosotras y esa pequeña desobediencia se convierte en la causa de un reto desproporcionado, que termina en privación ilegítima de mi libertad.
–No vas. Ahora no vas. Hoy no salís,  no vas y se acabó. ¡A tu cuarto ya!
            Mis proezas personales son casi invisibles. Fui fiel a los mandatos del mundo machista: una buena nena, una buena piba, una buena novia, una buena esposa, una buena madre, una buena ex esposa….Fui siempre ante las trasgresiones de mis hermanos el referente de buena educación y costumbres. Ser “buena” bastaba para sentirse querida y aceptada. Al parecer buena se oponía a ejercer soberanía de mi cuerpo, de mi misma.
            Esa tarde extraña, mi madre  me está diciendo que “no”. Su cara expresa una ira para nada acorde al tamaño de mi hazaña. La boca le tiembla. Yo le sostengo la mirada en silencio. Debería bajar la vista, pero decido sostenerla. Y eso la enfurece.
-No me mires, no me desafíes, bajá la mirada.
 Sé que no sirve de nada dar explicaciones. Que el enojo de mi madre  es inquebrantable Mis hermanos asoman desde sus cuartos asombrados, algunos con alguna mirada en señal de solidaridad  conmigo, alguno sin embargo con alguna risita socarrona  regodeándose en mi castigo.
–No, es no, –dice mi mamá.
Y una vez dicho, lo sé, no hay retorno. Porque una madre  nunca  retrocede ante una penitencia decretada, eso siempre dice mi abuela para justificar a mi madre. Así opera la autoridad en la que soy domesticada.
            Semanas, meses esperando ese día, una excusa perfecta para descubrir si algún Pablo, o Javier o Mongo Aurelio pueda gustarme  y sumarle  a esa noche un interés además  de usar por primera vez las medias de nylon, símbolo de la época de que una ya era una señorita. No mido las consecuencias y en ese mismo instante me doy cuenta de que no puedo dejar de ir.
             Toda la operación dura apenas unos dos minutos. Estoy del otro lado de la reja  más allá del no. Desde afuera se pierde la voz de julio Iglesias en el estribillo:”Me olvidé de vivir, me olvidé de vivir, me olvidé vivir…” Entonces, esa noche, hay fiesta de quince.
            Ya aprendí a irme, pero todavía no aprendí a hacerlo sin tener que volver. Así que esa noche, cerca de las tres, o podrían ser las cuatro de la mañana, toco timbre en la puerta de mi casa y espero a que me abran. Nadie sale. Es raro. Por fin una ventana cede  y mi madre  pregunta qué quiero.
–Nada –le digo–, entrar.
Pero mi madre en lugar de abrir, asoma la cabeza entre las rejas de la ventanita del costado de la puerta  y me dice que si me fui, que no vuelva. Sé que a la larga  va a dejarme pasar . Lo que no imagino es que tardara tanto.
–Para entrar vas a tener que demostrar que ya estas grande y hacerte cargo de vos ahí en la noche, como hacen todos los grandes cuando salen solos por ahí en la madrugada. Después… convencerme de que esto nunca más va a ocurrir.
            La culpa trabaja de manera sigilosa. “Si te vas, no vas a poder volver a tu casa así no más. Con un perdóname mamá no me alcanza. Pensá… tenés toda el resto de la noche para pensar, y toda una vida para recordar”
            A las siete cuando la puerta de entrada se abrió por mi padre para buscar el diario del porche, pude entrar y hacer lo que mi madre me pidió en la mesa del desayuno, frente a mis hermanos que asombrados me veían a mí en el lugar donde ellos siempre estaban , sancionados pidiendo las disculpas del caso y jurando por todos los santos evangélicos nunca más volver a cometer tal o cual desobediencia. El tema es que mi discurso fue bastante confuso porque a casi 24 horas de haber sido condenada a pedir perdón casi hasta el borde de las lágrimas, no tenía muy claro cuál era el crimen que había cometido. A esa altura no sabía si fue el corte de pelo, si me fui al quince de la China por la ventana y no por la puerta o sencillamente  por pelotuda. Lo cierto es que por experiencia sabía cómo se fabricaba en mi madre  la posibilidad del indulto. Utilicé con gran incomodidad, la frase que me concedería la amnistía y la que a su vez me convertiría en hijo más: “Soy mala hija, mala hermana y bla bla bla”  sonaba tan parecido a mi abuela cuando en misa se autoproclama culpable de todo. Por dentro me traspasaba una repugnancia,como cuando me empalagaba con una sobredosis de mielcitas. Ahora dejaba de ser la hija buena y el buen ejemplo frente a mis hermanos.
El único motivo de mi notoriedad había quedado aplastado, mi reputación convertida ahora en un prontuario… ahora era simplemente una más.
Sentía que me estaba entregando por completo, admitiendo una pena sin proceso.Me sentí menoscabada ante la mirada de mis hermanos y dolida frente a la sorna de la mirada de uno de ellos. Fui hablando, luego con ellos individualmente, diciéndoles, tal vez con un dejo de resistencia, que hacía lo que hacía,  porque no tenía otra salida.
            Pasaron décadas para que “salir entre las rejas” no viniera de la mano de la posterior humillación. Hubo intentos de exilios   frustrados, incluso decisiones que me convencieron de que lo mejor era quedarme donde estaba. Pero pensar, aunque en apariencia y en principio  me mostraba inmóvil me llevó  luego a dar más que pasos. Además de  límites, quizá sin saberlo ni quererlo, mi madre, me había enseñado a salir de entre las rejas, a irme sin tener que luego  regresar.

Corina Vanda Materazzi




Nueva

Se paró, dio media vuelta y se fue, sin mediar palabra, con una mueca nueva en los labios, pero que supe leer, era concluyente.
            Se fue…sin decir nada.
En
 sus ojos, había agobio, cansancio, para ser precisa, abandono, que olía a naftalina, a estanco.
            El cabello azabache opaco, la piel árida, los pies sin eco, el pecho tatuado por un estigma resignado…un laberinto sin regreso.
            Era casi un fantasma que dolía, con gemidos sordos más graves que un estruendo. Un rayo que se apaga, una llovizna que no cesa, una hojarasca latosa desechada por el viento.
            Ya no tenía halo, ni sombra sujeta.
            Se iba… desvistiéndose de los labios, del encuentro, del sexo…huérfana de los brazos…me dio la espalda…apagó el recuerdo.
            Intenté seguirla…, me apuntó con lo imposible y despertó al miedo. Y aunque se iba derrotada se llevaba atesorado todos los trofeos: la falta, el olor a tormenta, el sabor a pecado, los rincones clandestinos.
            Me quede en el gris de la madrugada, con las manos sudadas y mi boca sin aliento, frente al castigo que me dejaba esa imagen borrada ahora en mi espejo…un bocado ausente de perdones.
            Una profecía cumplida….una soledad nueva e inmortal que me recorre ahora por dentro.



 Corina Vanda Materazzi

Arena de circo

Oigo afuera el ruido de la ciudad que se apura a empezar el día.
Percibo el peso de su cuerpo, sus caderas anchas, el perfume frecuente y el roce de la musculosa raída en su piel, el pelo rubio y opaco, desplegado sobre los hombros desnudos, el vientre agrio y tenaz. Los muslos abiertos me apresan la cintura mientras me sacudo.
Abro los ojos para mirarla y los suyos se cierran en un gesto obstinado de dolor. Desciende ahora, el pelo se le desborda por la frente y le tapa los labios, me aparta las manos de los pechos y desciende hasta morderme el cuello, hasta hundirse en mi ingle. Toma entre los dedos, sacude y exige lo que busca, lo que crece y se afirma en sus labios. Ella lame y apura y se levanta el pelo, limpiándose la boca, sin mirarme.
Caerá a mi lado.
¿Qué caricia puedo inventar?
Estira las sabanas para taparse las piernas.
Tapar, guardar, atascar, cerrar, envolver, cubrir, esconder, disimular….el domingo y el asado con mis suegros.
Hunde la cara en la almohada. Huele la misma oscuridad del silencio entre nosotros, de las palabras no dichas.
Estoy envenenado de costumbre, monotonía, repetición, meseta, aburrimiento, hastío.
Pienso en un imán pero… nuestras conciencias están secretamente divididas.
La miro vestirse desde el rincón ¿De dónde? ¿De la culpa? ¿De la vergüenza? ¿Del olvido?
Se vuelve a mí con la cara alumbrada por el cigarrillo. No es la misma mujer, vestida recobra el brillo con el disfraz ceñido a la pollera.
Me levanto.
Mi cuerpo se mueve como un animal disciplinado de un circo.
Entro a la baño.
Me ducho.
Me visto.
Veo en el espejo una batalla perdida de mi pelo, veo la resignación de mi cabeza calva y que derribada empieza a no negar nada, que se deja golpear sostenida por el nudo de la corbata negra esperando el golpe de gracia que termine de sepultarme como un cobarde ahogado para siempre en la arena de este circo.

Corina Vanda Materazzi












El mismo frío de mi pueblo natal

Hace frío. No es el frío de mi pueblo, es otro frío.
Piensa Raúl, mientras camina por centésima vez el perímetro de la celda. Perdió la cuenta y no sabe si es de día o de noche. La puerta del habitáculo es ciega. Por debajo entra un haz de una miserable luz artificial. A veces la luz se apaga y Raúl se siente aliviado porque entonces la mugre y hasta el hedor desaparecen.
Ayer manguerearon todos los calabazos y Raúl aun esta húmedo.
Recuerda algunas cosas de un pasado que especula reciente. Retiene breves frases sin estar seguro de quién las ha dicho. No sabe exactamente el tiempo trascurrido de su detención. Podrían ser días, incluso semanas o quizás meses. Solo sabe que hace aproximadamente quince kilos menos, que está allí.
Hace frío. No es el frío de mi pueblo, es otro frío.
Raúl se sobresalta con unos gritos. Su pulso se normaliza cada vez con mayor rapidez ante cada nueva víctima que se oye desde el fondo del pasillo.
Raúl no sabe cuándo le tocará que lo lleven allí, otra vez. Ahora solo le preocupa encontrar un recuerdo para estar a resguardo, cuando el chasquido de los cables de cobre suene, como las moscas ajusticiadas contra la luz violeta de la carnicería de su pueblo. Busca, desesperadamente, un pensamiento para poder darse cuenta de que está vivo.
            Patean la puerta ciega de su celda y Raúl decide imaginar otra  vez  una escena en su pueblo natal.
Lo llevan a la rastra por el pasillo pero Raúl ya está sobre el camino de tierra montado a su bicicleta rumbo al campito.
Tiran a Raúl sobre la parrilla, boca arriba, pero él ya está en el baldío. Deja la bici estacionada en una especie de zanja seca que está a la entrada.
Hay gritos que amenazan:
- ¡Cantá hijo de puta, cantá!
Raúl solo oye la Radio AM de Don Pedro que está sentado en un banquito en la vereda, a la sombra del tilo, escuchando el partido y al Negro Sosa que discute con el Loco Germán porque este le birlo un acerito: “¡devolvelo hijo de puta, dámelo ya!”.
El crepitar de los cables pelados que se rozan, pero es Don Pedro que chista porque no puede oír quien patea el córner en el minuto final.
Raúl grita con la mordaza entre los dientes pero es el Braulio que ladra, el perro de Doña Angélica, la viuda del fondo, que gruñe porque estos boludos están haciendo un batifondo bárbaro.
El crepitar nuevamente y chista La Tita con los ruleros puestos, que vive enfrente, porque el pibe se le despierta de la siesta y no hay Cristo que lo vuelva a dormir.
La cara del hijo de puta del “Gato” y su aliento fétido a cigarro frío sobre la cara de Raúl. Sin embrago no es el “Gato”, son los gemelos Taborda que están haciendo fogata en el bosquecito, un poco más allá.
Quema y duele, pero Raúl está en la parte baja del terreno con una sensación extraña, gira hacia el vacío en un gran pozo viscoso por el cual se desliza sin poder aferrarse a nada.
Hace frío. No es el frío de mi pueblo, es otro frío.
El Gato insiste para sustraerlo de lo que cree es un desmayo, con el puño cerrado asestando en el pecho de Raúl, al grito de:
-¡Sos bosta, zurdito de mierda!
Reitera el golpe y agrega:
-Desde que te chupamos no sos nada. Nadie se acuerda de vos. No existís. Nadie te busca sorete.
Hace frío. No es el frío de mi pueblo, es otro frío.
El agua del pozo está fría pero no está gélida. Raúl está inmovilizado en el hoyo del campito.
Se asoma un rostro, que vocifera. Raúl hace un esfuerzo por construir la escena del pueblo que se desmorona con el perfil del “Gato” a contraluz, con las manos en alto asiendo una soga que coloca con movimientos precisos alrededor de su cuerpo.
-Inyéctalo y trasladá a este pendejo de mierda en el avión.

Raúl está aturdido y con la visión confusa. Está ya en vuelo, pero hace un último esfuerzo por regresar a su pueblo natal.
Ya no hay gritos, solo viento y olor a río.
Siente la soga alrededor de su torso desnudo y piensa que no puede ser otro que el Negro Sosa que lo ha venido a rescatar.
Hace frío, ahora, el mismo frío de mi pueblo natal.


 Corina Vanda Materazzi

martes, 24 de enero de 2017

Piglia



El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto. Reproduce la búsqueda siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta. "La visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato", decía Rimbaud. 

Culpables

Mención
 Concurso Internacional -Cuentos cortos
 Revista Guka
Auspiciada por la Biblioteca Nacional
2016


Abro los ojos, pero todavía no puedo ver ni recordar nada. Boca abajo, la cara contra la almohada. Palpo el hierro frío de la cabecera y registro sus molduras como si explorase  los límites de un cuerpo foráneo.
Hay zonas de luz amortiguadas, las manchas claras de las cortinas, la forma de la puerta, la claraboya del techo que me mira, como espiando. Rozo la pared con los dedos. Oigo la fuerza del viento contra el follaje de los árboles y me agrego al mundo insoportable.
Ahora me acuerdo, el silencio anterior al horror: la morgue.
Repaso la noche anterior: la cena preparada, la comida fría, como su cuerpo en el asfalto de la madrugada.
¿Por qué no le presté el auto?
Enciendo la luz del velador, veo el vaso y el whisky. Bebo despacio para permitirme el privilegio de la serenidad y la posibilidad de que todas las cosas tengan una prematura distancia muy semejante a la posibilidad cierta del olvido.
Bebo despacio en la madrugada como quien prepara y administra en soledad una medicina o la dosis justa de veneno para lograr el suicidio: el vaso entre los dedos, la botella sobre la mesa, el filo curvo del vidrio entre los labios, el transito del whisky desde el paladar a la conciencia.
Apenas puedo establecer una cronología precisa de las cosas que hice y vi mientras el alcohol se escurre adentro.
Fogonazos, palabras en el aire después del llamado de la comisaría.
Como en las películas, sobre una mesa de piedra esperan el reconocimiento.
Un hombre con delantal y una carpeta me hizo pasar.
No había dudas era él: los dedos largos de la mano, el tatuaje en la espalda, la cicatriz debajo del mentón del día que se puso los patines, el lunar en la planta del pie.
No sé por qué le abrí los ojos .Sus pupilas estaban tan fijas en mí, denunciantes.
“Si de algo sirve para aliviar este dolor, le aseguro que el arma cortante lo mató al instante”, dijo el forense.
La conversación telefónica con Ernesto desde Córdoba. Sus reproches, el dedo acusador que salía por el auricular, disparando culpa, cargos…me pregunto si serán infundados.
¿Debería haber aceptado el golpe de timón que me propuso hace unos años frente a la inseguridad de Buenos Aires?
Las cosas ocurrieron de un modo que ya he renunciado a ordenar o explicar. Recurro a las supersticiones para fingir que existen en los actos de ayer un orden diferente. Intento recobrar uno por uno los menores sucesos, mordida por la urgencia de no rendir al olvido ni uno solo de los gestos casuales, que más tarde en el recuerdo seguramente me relumbrarán como signos que anidarán aun más remordimiento.
Me levanto y corro la cortina. Miro el jardín donde hasta no hace tanto Martín se columpiaba.
Salgo de mi habitación y voy por el pasillo. Me paro frente a la puerta de su cuarto.
Quiero detenerlo ahora, que no vaya a ver el Clásico .Quiero que elija otra calle para volver a casa o que tarde en encontrar la salida de la cancha. Que se encuentre con un conocido que lo demore o que haya decidido ir a tomar algo. Que vea una chica atractiva y quiera pedirle el teléfono.
Que huya de esta casa y que no vuelva para acusarme.

Corina Vanda Materazzi