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miércoles, 25 de enero de 2017

Entre rejas

Intertexto sobre “Saltar el muro” de Leticia Martín

            Me escapo por la ventana de mi cuarto. Lo hago a espaldas de mi madre. No me importa nada. Me escapo. La dejo en el comedor, seguramente hablando por teléfono con mi abuela, contándole el evento. Me voy. Tal vez sea 1982 y haga apenas minutos del estallido de  Guerra Malvinas. No lo recuerdo exactamente.  Solo tengo imágenes, con intermitencias de ese pasado. Sí puedo sentir que es una tarde de otoño extraña. Transpiro voy y vengo por mi habitación como un animal en cautiverio. Busco cosas para llevarme. Las pongo en una mochila: un vestido comprado mi madrina, los zapatos negros con taco que me había prestado Vero, el rímel y el labial rosa perlado, el perfume Madame Rochas y las medias de nylon sin estrenar.
            Vivimos en una casa que siempre nos resultó chica y que siempre estuvo con arena y cemento. Nos dicen los Petrocchelli, porque siempre estamos en construcción, como el abogado de la serie yanqui.  Cada año  se agrega un ambiente más, sobre el techo, o hacia los costados, el consultorio de papá hacia adelante. La casa siempre se extiende. Cuando alguna etapa se termina  papá se encarga de llenar el jardín con rayitos de sol, incluso en macetas colgantes desde las rejas de las ventanas. Duran lo que dura  el sol fuerte del verano, después le sigue  otra etapa de construcción, y el polvo, las pisadas de cemento que hay  que limpiar constantemente hace que nos olvidemos que hay  que regar las flores  y pasamos  a tener un potrero lleno de pilas de ladrillos y montañas de arena. 
            Hasta sus  últimas navidades  siempre  mi madre contó anécdotas a sus nietos de la construcción. De los días que llegaba tarde de trabajar y  Alfredo, el albañil, que ya era casi como de la familia, había organizado el baño de todos y había preparado la cena “Doña Mónica los Simonkys se bañaron y esta listos pa la cena”. En la neblina de mi memoria vuelven nítidas sin embargo las paredes con revoque a la vista, marcos pintados con anti óxido naranja, la estructura de una losa  del garaje que después fue dormitorio mío y al final un living largo interminable. Una típica casa levantada por etapas, en el conurbano bonaerense.
            Nunca vimos un plano para precisar  cuánto faltaba para llegar al final de obra. Todo estaba en la cabeza de mi padre, que por cierto, era un tablero con escaques poco predecibles. El proyecto quedó inconcluso como la Sagrada Familia, cuando papá se fue de casa, todo quedó así  y la casa se vendió por debajo del precio del mercado inmobiliario.
            Me escapé por la ventana, en una época donde era muy flaca y haciendo una leve contorsión con el cuerpo podía flanquear los barrotes de las rejas, que por entonces no eran tan opulentas y nutridas en hierro. Toda mi rebeldía de esa época se puede resumir en ese acto.  Era muy sumisa.  ¿Es tan grave decidir a esa edad cortarse el pelo sin consultarlo?
            No me queda claro el motivo del enojo de mi madre. ¿Quiere trazar un límite a mi insipiente insurrección de adolescente? Pienso en mis amigas, en la Tana que fuma o en Pilu que nos contó en el recreo que el chico con el que sale le toco las tetas y ella no le dijo nada porque le gustaba. Yo no. ¿ Será tan grave ir a la peluquería? No recuerdo hasta este momento otra imagen, más que la de siempre, de mi cara con pecas con el pelo largo, siempre igual de largo, con algunas variantes: cola de caballo, media cola, dos colitas, trenza criolla, trenza cocida, raya al medio, raya al costado, despeinada. Me lo corté casi como lo llevaban mis hermanos. ¿Será tan grave cambiar?
            Sigo sin recordar el motivo real del enojo de mi madre. Algo debo haber hecho mal. Algo que ella no querría que hubiera hecho, o quizás, pienso ahora… parecerme a ella, es probable que haya sido eso, no sé, o quizás dejar de parecerme.
            Detrás de la cara de mi madre asoma el modular. Desde el toca disco vibra la púa  sobre el long play. Suena la canción de Julio Iglesias, el vinilo favorito de mi madre: “De tanto correr por la vida sin freno, me olvidé que la vida se vive un momento, de tanto querer ser en todo el primero, me olvidé de vivir los detalles pequeños “Yo estoy entrando, por la puerta de la cocina, con las manos ocupadas de carpetas y libros, estoy de regreso de hacer un trabajo de geografía de la casa de Mari. Mi madre   sale del living  y nos encontramos en el comedor .Así como estamos ubicadas, frente a frente, yo in fraganti, con cara de culpa, algo preocupada porque dudo como haré toda la fiesta para mantener el equilibrio con los tacos. Hoy sábado, estoy invitada a la fiesta de Quince de la China que vive a la vuelta.
            –¿Qué te hiciste?– podría haberme dicho. O, tal vez, ¿De dónde sacaste dinero? ¿Por qué tomaste semejante decisión sin pedir permiso?  . Mi mamá está muy enojada. Pienso que quizás no es conmigo exactamente, por ahí discutió con mi padre ( algo bastante habitual) por alguna reforma nueva que no estaba en los cálculos  y que seguramente comprometería las próximas vacaciones.¿ Cuantos años hace que no salimos de vacaciones? No lo sé. Y tampoco llego hoy a saber con precisión el motivo real de su enojo .No sé qué hay en mi vieja .Pero algo se enrarece entre nosotras y esa pequeña desobediencia se convierte en la causa de un reto desproporcionado, que termina en privación ilegítima de mi libertad.
–No vas. Ahora no vas. Hoy no salís,  no vas y se acabó. ¡A tu cuarto ya!
            Mis proezas personales son casi invisibles. Fui fiel a los mandatos del mundo machista: una buena nena, una buena piba, una buena novia, una buena esposa, una buena madre, una buena ex esposa….Fui siempre ante las trasgresiones de mis hermanos el referente de buena educación y costumbres. Ser “buena” bastaba para sentirse querida y aceptada. Al parecer buena se oponía a ejercer soberanía de mi cuerpo, de mi misma.
            Esa tarde extraña, mi madre  me está diciendo que “no”. Su cara expresa una ira para nada acorde al tamaño de mi hazaña. La boca le tiembla. Yo le sostengo la mirada en silencio. Debería bajar la vista, pero decido sostenerla. Y eso la enfurece.
-No me mires, no me desafíes, bajá la mirada.
 Sé que no sirve de nada dar explicaciones. Que el enojo de mi madre  es inquebrantable Mis hermanos asoman desde sus cuartos asombrados, algunos con alguna mirada en señal de solidaridad  conmigo, alguno sin embargo con alguna risita socarrona  regodeándose en mi castigo.
–No, es no, –dice mi mamá.
Y una vez dicho, lo sé, no hay retorno. Porque una madre  nunca  retrocede ante una penitencia decretada, eso siempre dice mi abuela para justificar a mi madre. Así opera la autoridad en la que soy domesticada.
            Semanas, meses esperando ese día, una excusa perfecta para descubrir si algún Pablo, o Javier o Mongo Aurelio pueda gustarme  y sumarle  a esa noche un interés además  de usar por primera vez las medias de nylon, símbolo de la época de que una ya era una señorita. No mido las consecuencias y en ese mismo instante me doy cuenta de que no puedo dejar de ir.
             Toda la operación dura apenas unos dos minutos. Estoy del otro lado de la reja  más allá del no. Desde afuera se pierde la voz de julio Iglesias en el estribillo:”Me olvidé de vivir, me olvidé de vivir, me olvidé vivir…” Entonces, esa noche, hay fiesta de quince.
            Ya aprendí a irme, pero todavía no aprendí a hacerlo sin tener que volver. Así que esa noche, cerca de las tres, o podrían ser las cuatro de la mañana, toco timbre en la puerta de mi casa y espero a que me abran. Nadie sale. Es raro. Por fin una ventana cede  y mi madre  pregunta qué quiero.
–Nada –le digo–, entrar.
Pero mi madre en lugar de abrir, asoma la cabeza entre las rejas de la ventanita del costado de la puerta  y me dice que si me fui, que no vuelva. Sé que a la larga  va a dejarme pasar . Lo que no imagino es que tardara tanto.
–Para entrar vas a tener que demostrar que ya estas grande y hacerte cargo de vos ahí en la noche, como hacen todos los grandes cuando salen solos por ahí en la madrugada. Después… convencerme de que esto nunca más va a ocurrir.
            La culpa trabaja de manera sigilosa. “Si te vas, no vas a poder volver a tu casa así no más. Con un perdóname mamá no me alcanza. Pensá… tenés toda el resto de la noche para pensar, y toda una vida para recordar”
            A las siete cuando la puerta de entrada se abrió por mi padre para buscar el diario del porche, pude entrar y hacer lo que mi madre me pidió en la mesa del desayuno, frente a mis hermanos que asombrados me veían a mí en el lugar donde ellos siempre estaban , sancionados pidiendo las disculpas del caso y jurando por todos los santos evangélicos nunca más volver a cometer tal o cual desobediencia. El tema es que mi discurso fue bastante confuso porque a casi 24 horas de haber sido condenada a pedir perdón casi hasta el borde de las lágrimas, no tenía muy claro cuál era el crimen que había cometido. A esa altura no sabía si fue el corte de pelo, si me fui al quince de la China por la ventana y no por la puerta o sencillamente  por pelotuda. Lo cierto es que por experiencia sabía cómo se fabricaba en mi madre  la posibilidad del indulto. Utilicé con gran incomodidad, la frase que me concedería la amnistía y la que a su vez me convertiría en hijo más: “Soy mala hija, mala hermana y bla bla bla”  sonaba tan parecido a mi abuela cuando en misa se autoproclama culpable de todo. Por dentro me traspasaba una repugnancia,como cuando me empalagaba con una sobredosis de mielcitas. Ahora dejaba de ser la hija buena y el buen ejemplo frente a mis hermanos.
El único motivo de mi notoriedad había quedado aplastado, mi reputación convertida ahora en un prontuario… ahora era simplemente una más.
Sentía que me estaba entregando por completo, admitiendo una pena sin proceso.Me sentí menoscabada ante la mirada de mis hermanos y dolida frente a la sorna de la mirada de uno de ellos. Fui hablando, luego con ellos individualmente, diciéndoles, tal vez con un dejo de resistencia, que hacía lo que hacía,  porque no tenía otra salida.
            Pasaron décadas para que “salir entre las rejas” no viniera de la mano de la posterior humillación. Hubo intentos de exilios   frustrados, incluso decisiones que me convencieron de que lo mejor era quedarme donde estaba. Pero pensar, aunque en apariencia y en principio  me mostraba inmóvil me llevó  luego a dar más que pasos. Además de  límites, quizá sin saberlo ni quererlo, mi madre, me había enseñado a salir de entre las rejas, a irme sin tener que luego  regresar.

Corina Vanda Materazzi




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