Le pregunte a Julia a qué hora
volvía mamá. No me contestó, no sé si porque estaba concentrada persiguiendo a la
cucaracha con la zapatilla en la mano o porque no me había escuchado. Precisar el
número de empleadas que contrató mi madre en casa, es como contabilizar
los granos de sal que hay en el mar. Pero era Julia la de ese día, lo recuerdo perfectamente.
Imposible olvidarlo.
Esperé unos minutos hasta que finalmente
la zapatilla dio en el blanco. Un golpe seco y mudo. Tenía una habilidad
inigualable para esas tareas desagradables que se van postergando en la casa
como destapar el inodoro, atrapar lauchas, creo que por eso duró tanto, mi
madre que no era por cierto una ama de casa convencional, tolero la falta de esmero en otros quehaceres domésticos.
Cuando Julia terminó de dar un santo sepulcro a su víctima insistí con la pregunta,
Julia solo levantó una ceja y me miró. En ese instante comencé a darme cuenta
que las cosas no estaban bien y lo mejor era no hacer más preguntas. Yo conocía
esa mirada feroz, era la misma con que Julia nos miraba cuando mamá se iba, la
misma con la que había mirado también
unas horas atrás a mi hermano en la habitación contigua. Después de de todo
pensé que mamá volvería, nunca sabíamos cuando, pero siempre volvía. En general
ya estábamos los dos dormidos cuando mamá llegaba y a mí me generaba un alivio,
yo también como ella lo hacía con Julia, soportaba ciertos descuidos que mi
madre propiciaba o ausencias pronunciadas
sin mucho justificativo con tal que
volviese. Que mi madre regresara solo
significaba que Julia se iría y eso era lo bueno.
En verano los días eran más largos y
el calor encima no era un buen ingrediente. En la tele habían dicho que había
que tener cuidado con algunas cosas de la casa porque el calor las inflamaba,
que la gente anda más nerviosa, que manejan y andan como locos. Una vez intenté decirle a mamá que
mejor ir a una colonia de verano o a la casa de los abuelos pero me dijo que
mejor nos quedáramos en casa porque Julia la dejaba tranquila. Eso decía ella
porque Julia no la miraba así a ella.
Desde que Julia había venido a casa no
volaba ni una mosca, eso había que reconocerlo. Desde su llegada todo
era en silencio, hacia todo en el
mayor mutismo, hasta esas cosas que aun con el mayor esmero posible implican
generar algún sonido.
Con mi hermano nos acostumbramos con
el tiempo a hablar tan bajito que mamá pensó un día que nos volvimos roncos. Habíamos
incluso ideado un idioma gesticular para contarnos cosas o incluso advertirnos
de ciertas cuestiones para quedar a
resguardo de los oídos de Julia. Por suerte a mi no me daba por gritar, como a
mi hermano esa tarde cuando se asustó con la cucaracha. Cuando me venía el
miedo, no más me hacía pis en silencio, después me cambiaba la bombacha y limpiaba todo sin decir nada por las dudas el olor me delatara.
Ya hacia un rato que estaba ahí
parada, en la cocina mirando por la ventana esperando seguramente apareciera mi
madre. Disciplinada en el silencio era capaz de oír el auto a unas cuadras
incluso era capaz de escuchar crecer el pasto en la vereda de casa.
Unos segundos después desde allí
constaté que mi hermano ya no respiraba, sigilosamente empapé toda la bombacha.
Corina Vanda Materazzi
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