A mí me
encantaba ir a la quinta, porque ahí nos encontrábamos todos los primos .Los
grandes dormían la siesta o andaban ocupados en otras cosas y no estaban tan
pendientes de nosotros, éramos libres salvo para comer , que nos obligaban a
lavarnos las manos si o si. La quinta era el lugar donde había crecido mi mamá
y por muchos años fue la casa de los abuelos, pero después que el abuelo Pikino
se murió , todo se murió, hasta nosotros nos morimos un poco también. La quinta se vendió porque la abuela no podía con todo. Decía que el pasto y
el cerco eran como nosotros, los nietos, que no paraban de crecer, a menos que aparecerían
los topos grillos. También estaba la pileta que había que lijar y pintar todos
los años, además de las ventanas y los postigos de madera. De todo eso se
encargaba el abuelo y tantas cosas más. La abuela era la encargada de las
plantas, de la huerta y de hacer los dulces
con las ciruelas y los kinotos que nosotros íbamos juntando durante el año.
Las
clases iban terminando y nos instalábamos allí en el “Paraíso”, así decía el
cartel de entrada con una flecha que el abuelo había puesto en la ruta. Después
doblando a la izquierda, con cuidado que no viniese un auto de la otra mano,
empezaba el camino de tierra, el olor cambiaba y se prendía el silencio. Mis
hermanos y yo bajábamos las ventanillas del auto y sacábamos medio cuerpo, cerrábamos
los ojos y nos aspirábamos todo la polvareda, sentíamos todo el viento caliente
en la cara y los pelos nos quedaban tirantes y duros. Era un ritual, también lo
eran las protestas de mamá, y papá que entre carcajadas le decía que no fuese aburrida que después nos tirábamos a la pileta. Yo era
el mayor, era el que tenía el honor de abrir la tranquera. Papá avanzaba un
poco con el auto, yo cerraba la tranquera y mis hermanos se bajaban del auto y
entonces ahí empezábamos a correr la carrera
al lado del auto por el pasillo sombrío de las casuarinas. Corríamos desenfrenados abriendo
las bocas tragándonos todo el aire fresco y escupíamos todo el encierro de todo
el año del departamento de San Telmo. Papá iba tocando la bocina, liberando
vaya a saber qué tipo de aislamiento y mamá resignada se mordía los labios y al
final nos miraba y se reía. A lo lejos se veían a los abuelos parados con los
brazos abiertos, radiantes aunque fuesen viejos.
A veces
nosotros éramos los primeros y a veces nos ganaban los primos, pero en realidad
nos nos importaba mucho el orden, ni a nosotros ni a ellos, lo importante era
llegar al “Paraíso”. Lo difícil era irse, porque si bien durante el año íbamos algunos
que otro fin de semana, no era lo mismo. Yo fantaseaba una vez allí, que algo acaso
pudiera suceder que impidiera irnos y que el “Paraíso” fuese eterno. Recuerdo un
verano donde en la última semana llovió tanto que tuvimos que aplazar el
regreso a la capital, era imposible, aun con la camioneta del abuelo traspasar
el larguísimo camino de tierra y llegar a la ruta sin quedar varados a mitad de
camino. No siempre tuvimos esa suerte. El último verano del abuelo en el Paraíso,
cansados de rogar por lluvia, decidimos montar guardia de noche, mis hermanos,
los primos y yo. Cuando los grandes estuvieron dormidos pinchamos las ruedas de
los autos, con unos clavos y martillos que fuimos sacando a escondidas del
galpón del abuelo.. “Perpetua les voy a dar” dijo mamá gritando, yo no tenía de
idea de lo que significaba esa palabra, ni mis hermanos, ni mis primos, pero aunque la palabra me sonaba incierta, ninguno
se animó a preguntar su significado. Con la cara y el volumen de los alaridos
de mi madre la asocie al peor de los tormentos. Perpetua era irnos y no volver
nunca más, creo que los demás pensaron lo mismo. Nos fuimos de todas maneras,
no tuvimos suerte, porque nos olvidamos de Manchitas, el caballo pinto del
abuelo, con él y la carreta el tío
Marcos, hermano de mamá, llevó todas las ruedas a emparchar a un gomero al
pueblo.
Para
Pascua volvimos al Paraíso y Perpetua se cambio por Condicionada. Tampoco
preguntamos qué carajos era. No teníamos que mandarnos ninguna cagada, eso agregó papá
y nos quedó claro como el agua de la pileta. No era un verano entero, no
alcanzaba para todo, pero al menos era como comer un poco de helado y
dejar el resto para mañana, si es que Condicionada le ganaba a Perpetua y todo el
Paraíso dejaba de estar amenazado. De eso nos habló el abuelo en el fogón del
viernes a la noche, que las cosas naturalmente terminan para que empiecen
otras, que todo tiene un ciclo dijo y como no entendíamos qué era eso del
ciclo, con un palo dibujo un circulo en la tierra. Dijo que eso es la ley de la
naturaleza y que teníamos que aceptarlo, que ponerse en contra traía problemas.
Claro ahí me entraba la idea de Perpetua y toda la cagada de mierda que nos habíamos
mandado . Le pregunté al abuelo si se podía emparchar como las ruedas, eso de ir
en contra de la ley o la naturaleza, y que el verano próximo volviésemos todos de nuevo al Paraíso
como si nunca hubiese pasado nada. Me acuerdo que el abuelo se río, se sentó al
lado mío se prendió uno de esos cigarrillos que tenían un olor fuerte, y largó
una bocanada gris, espesa. Hizo una pausa grande y nos dijo que estaba casi seguro que volveríamos pero cuando
uno aprende cosas, crece y entonces nada vuelve a ser igual. Nos quedamos todos
mirando el fuego seguramente tratando de tragar eso que nos decía el abuelo,
era como esas comidas raras que a veces hacia la tía Nora, la esposa del tío
Marcos. Ella nos decía que había que educar el paladar y saber probar la comida
francesa. Era dulce pero era también áspera. A mí, por más francesa que fuera no me gustaba, yo prefería las milanesas con
papas fritas o los fideos de la abuela.
Era ya
muy de noche y todos teníamos sueño, habíamos andado en bici toda la tarde, estábamos
exhaustos. El abuelo fue apagando el fuego de a poco, con una pala iba echando
tierra y nuestras caras se iban diluyendo en la negrura de la noche. Fuimos en
fila hacia la casa escoltados por el abuelo. A pesar del cansancio yo quería
prolongar ese instante, en dos días pensaba se cerraba el círculo y otra vez el
departamento. No quería desafiar las leyes, sino volvía Perpetua de la mano de mamá.
Le pregunté al abuelo si podía acompañarlo en la cacería. El abuelo me guiñó un
ojo y me revolvió los pelos. “Anda a buscar la linterna yo me encargo del balde
y el jabón”. Yo sabía que de noche salía con una linterna a cazar los grillos
topos que se comían el pasto desde abajo. Estos bichos eran tremendos cavaban
en la tierra, hacían enormes túneles en la oscuridad y desde abajo sin que nadie
lo notara se iban devorando las raíces. El pasto empezaba a ponerse amarillo,
se secaba y después se moría. Esa noche comprendí que el abuelo desafiaba el círculo,
las leyes, la naturaleza buscando el agujero por donde el grillo topo dejaba el
rastro de su invasión silenciosa y furtiva. Me surgió la duda entonces si ante
semejante hecho provocador Perpetua no vendría, pero después pensé que mamá
estaba durmiendo seguramente ni se enteraría y por otro lado si el abuelo lo
hacía es que algún arreglo tendría, eso
pensé me acuerdo y me quedé tranquilo.
Estábamos
preparando nuestra poción natural, así la llamaba el abuelo, agua y detergente.
Me explicó que eso no mataba a los grillos topos simplemente los obligaba a
salir de las cuevas subterráneas. Con la linterna íbamos en silencio tratando
de encontrar un agujero en el pasto con un montículo de tierra al costado. El
abuelo dijo que ese era el rastro que no podían disimular y entonces ahí por el
agujero empezábamos a echar despacito el agua enjabonada. Esperábamos un ratito
y al cabo de menos de un minuto el bicho color caramelo salía como atontado a
la superficie, ahí el abuelo me guiñaba un ojo y lo poníamos en una bolsita. Cuando
ya íbamos por cinco es que yo empecé a preguntarme después qué íbamos a
hacer con estos grillos topos y fue justo cuando sentimos unos ruidos en el galpón que estaba a
unos cuantos metros.
El abuelo
me hizo gesto con el dedo índice apoyado en los labios, que hiciera silencio y
cuando el abuelo lo pedía así, no volaba ni una mosca. Me indicó luego con
ademanes que me quedara quieto. Me convertí en una estatua. Seguíamos ahí en la
posición que nos encontró el ruido, agachados, de cuclillas en la tierra, con
el balde y la linterna.
Yo estaba
inmóvil pero mi cabeza era una revolución, los pensamientos se me agolpaban en
la garganta, pero por nada del mundo iba a decir palabra. El abuelo a veces nos
contaba historias de animales salvajes que andan por ahí, a veces heridos,
cansados o hambrientos que solían acercarse
a los caseríos de noche, por eso cuando nos quedamos de noche el abuelo armaba
una fogata para ahuyentarlos y por nada del mundo teníamos permiso para salir
solos por ahí. Por eso la cagada del verano pasado había sido como romper
varios círculos a la vez.
Mi abuelo
me pidió la linterna y entre susurros en el oído me dijo que me fuera para
adentro de la casa agachadito como cuando jugábamos a las escondidas y cerrara
la puerta con la traba. Medí la distancia y si bien durante el día en medio de
un juego hubiese considerado que era mínima, en medio de la oscuridad de
aquella noche y bajo esas circunstancias me pareció colosal. Mientras me dirigía
a mi objetivo el abuelo iba agazapado en zig-zag hacia el galpón. Se volvió a oír
un ruido ahí adentro, como a latas de pinturas que se caían de los estantes. Miré
hacia allí totalmente aterrorizado. El abuelo ya se estaba asomado por una de
las ventanas laterales, subido a algo que no alcancé a ver, quizás un tronco o
el balde. Las piernas no me respondían, la sangre se me agolpaba en la cabeza y
sentía alfileres en todo el cuerpo. La lengua estaba pastosa. Decidí acostarme ahí
en el medio del pasto para pasar inadvertido, lo había visto en una película
con los primos. El abuelo, buscaba la linterna en su bolsillo. Alumbró hacia adentro y se tambaleó no sé si del
tronco o del balde y grito “hijo de puta”, no sabía si era por el tronco, el
balde o lo que estaba adentro.
El abuelo
estaba en el suelo, levanté la cabeza y podía ver que se masajeaba el pecho con
una de las manos. Yo no sabía qué hacer si seguir camino a la casa, ir donde
estaba el abuelo, no sabía. El abuelo quedó ahí inmóvil.
Se
abrieron las puertas del galpón y casi sentí que me moría. Salió mi papá,
mirando hacia ambos lados, ya casi me estaba levantando aliviado para ir
corriendo a abrazarlo, pero tras él salió mi tía Nora semi desnuda, recuerdo se
le veían las tetas, grandes y blancas. No sé por qué, empecé a tener ganas de
vomitar. Llegué a la casa finalmente y puse la traba.
No fue al
final por Perpetua, fue por muerte natural, eso dijo el médico que
llegó después de unas horas.
Yo me
quedé pensando en el círculo, la pala que tira tierra y apaga el fuego, el
desafío de las leyes, el pasto amarillo y los topos grillos, las cagadas de
mierda, el fin del Paraíso, el comienzo de otro universo.
Corina Vanda Materazzi
No hay comentarios:
Publicar un comentario