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martes, 24 de enero de 2017

Muerte natural

A mí me encantaba ir a la quinta, porque ahí nos encontrábamos todos los primos .Los grandes dormían la siesta o andaban ocupados en otras cosas y no estaban tan pendientes de nosotros, éramos libres salvo para comer , que nos obligaban a lavarnos las manos si o si. La quinta era el lugar donde había crecido mi mamá y por muchos años fue la casa de los abuelos, pero después que el abuelo Pikino se murió , todo se murió, hasta  nosotros nos morimos un poco también. La  quinta se vendió porque la abuela   no podía con todo. Decía que el pasto y el cerco eran como nosotros, los nietos, que no paraban de crecer, a menos que aparecerían los topos grillos. También estaba la pileta que había que lijar y pintar todos los años, además de las ventanas y los postigos de madera. De todo eso se encargaba el abuelo y tantas cosas más. La abuela era la encargada de las plantas, de la huerta  y de hacer los dulces con las ciruelas y los kinotos que nosotros íbamos juntando durante el año.
Las clases iban terminando y nos instalábamos allí en el “Paraíso”, así decía el cartel de entrada con una flecha que el abuelo había puesto en la ruta. Después doblando a la izquierda, con cuidado que no viniese un auto de la otra mano, empezaba el camino de tierra, el olor cambiaba y se prendía el silencio. Mis hermanos y yo bajábamos las ventanillas del auto y sacábamos medio cuerpo, cerrábamos los ojos y nos aspirábamos todo la polvareda, sentíamos todo el viento caliente en la cara y los pelos nos quedaban tirantes y duros. Era un ritual, también lo eran las protestas de mamá, y papá que entre carcajadas  le decía que  no fuese aburrida  que después nos tirábamos a la pileta. Yo era el mayor, era el que tenía el honor de abrir la tranquera. Papá avanzaba un poco con el auto, yo cerraba la tranquera y mis hermanos se bajaban del auto y entonces ahí empezábamos a correr la carrera  al lado del auto por el pasillo  sombrío  de las casuarinas. Corríamos desenfrenados abriendo las bocas tragándonos todo el aire fresco y escupíamos todo el encierro de todo el año del departamento de San Telmo. Papá iba tocando la bocina, liberando vaya a saber qué tipo de aislamiento y mamá resignada se mordía los labios y al final nos miraba y se reía. A lo lejos se veían a los abuelos parados con los brazos abiertos, radiantes aunque fuesen viejos.
A veces nosotros éramos los primeros y a veces nos ganaban los primos, pero en realidad nos nos importaba mucho el orden, ni a nosotros ni a ellos, lo importante era llegar al “Paraíso”. Lo difícil era irse, porque si bien durante el año íbamos algunos que otro fin de semana, no era lo mismo. Yo fantaseaba una vez allí, que algo acaso pudiera suceder que impidiera irnos y que el “Paraíso” fuese eterno. Recuerdo un verano donde en la última semana llovió tanto que tuvimos que aplazar el regreso a la capital, era imposible, aun con la camioneta del abuelo traspasar el larguísimo camino de tierra y llegar a la ruta sin quedar varados a mitad de camino. No siempre tuvimos esa suerte. El último verano del abuelo en el Paraíso, cansados de rogar por lluvia, decidimos montar guardia de noche, mis hermanos, los primos y yo. Cuando los grandes estuvieron dormidos pinchamos las ruedas de los autos, con unos clavos y martillos que fuimos sacando a escondidas del galpón del abuelo.. “Perpetua les voy a dar” dijo mamá gritando, yo no tenía de idea de lo que significaba esa palabra, ni mis hermanos, ni mis primos, pero  aunque la palabra me sonaba incierta, ninguno se animó a preguntar su significado. Con la cara y el volumen de los alaridos de mi madre la asocie al peor de los tormentos. Perpetua era irnos y no volver nunca más, creo que los demás pensaron lo mismo. Nos fuimos de todas maneras, no tuvimos suerte, porque nos olvidamos de Manchitas, el caballo pinto del abuelo, con él y la carreta  el tío Marcos, hermano de mamá, llevó todas las ruedas a emparchar a un gomero al pueblo.
Para Pascua volvimos al Paraíso y Perpetua se cambio por Condicionada. Tampoco preguntamos qué carajos era. No teníamos  que mandarnos ninguna cagada, eso agregó papá y nos quedó claro como el agua de la pileta. No era un verano entero, no alcanzaba para todo,  pero  al menos era como comer un poco de helado y dejar el resto para mañana, si es que Condicionada le ganaba a Perpetua y todo el Paraíso dejaba de estar amenazado. De eso nos habló el abuelo en el fogón del viernes a la noche, que las cosas naturalmente terminan para que empiecen otras, que todo tiene un ciclo dijo y como no entendíamos qué era eso del ciclo, con un palo dibujo un circulo en la tierra. Dijo que eso es la ley de la naturaleza y que teníamos que aceptarlo, que ponerse en contra traía problemas. Claro ahí me entraba la idea de Perpetua y toda la cagada de mierda que nos habíamos mandado . Le pregunté al abuelo si se podía emparchar como las ruedas, eso de ir en contra de la ley o la naturaleza, y que el verano  próximo volviésemos todos de nuevo al Paraíso como si nunca hubiese pasado nada. Me acuerdo que el abuelo se río, se sentó al lado mío se prendió uno de esos cigarrillos que tenían un olor fuerte, y largó una bocanada gris, espesa. Hizo una pausa grande y nos dijo que  estaba casi seguro que volveríamos pero cuando uno aprende cosas, crece y entonces nada vuelve a ser igual. Nos quedamos todos mirando el fuego seguramente tratando de tragar eso que nos decía el abuelo, era como esas comidas raras que a veces hacia la tía Nora, la esposa del tío Marcos. Ella nos decía que había que educar el paladar y saber probar la comida francesa. Era dulce pero era también áspera. A mí, por más francesa que fuera  no me gustaba, yo prefería las milanesas con papas fritas o los fideos de la abuela.
Era ya muy de noche y todos teníamos sueño, habíamos andado en bici toda la tarde, estábamos exhaustos. El abuelo fue apagando el fuego de a poco, con una pala iba echando tierra y nuestras caras se iban diluyendo en la negrura de la noche. Fuimos en fila hacia la casa escoltados por el abuelo. A pesar del cansancio yo quería prolongar ese instante, en dos días pensaba se cerraba el círculo y otra vez el departamento. No quería desafiar las leyes, sino volvía Perpetua de la mano de mamá. Le pregunté al abuelo si podía acompañarlo en la cacería. El abuelo me guiñó un ojo y me revolvió los pelos. “Anda a buscar la linterna yo me encargo del balde y el jabón”. Yo sabía que de noche salía con una linterna a cazar los grillos topos que se comían el pasto desde abajo. Estos bichos eran tremendos cavaban en la tierra, hacían enormes túneles en la oscuridad y desde abajo sin que nadie lo notara se iban devorando las raíces. El pasto empezaba a ponerse amarillo, se secaba y después se moría. Esa noche comprendí que el abuelo desafiaba el círculo, las leyes, la naturaleza buscando el agujero por donde el grillo topo dejaba el rastro de su invasión silenciosa y furtiva. Me surgió la duda entonces si ante semejante hecho provocador Perpetua no vendría, pero después pensé que mamá estaba durmiendo seguramente ni se enteraría y por otro lado si el abuelo lo hacía  es que algún arreglo tendría, eso pensé  me acuerdo y me quedé tranquilo.
Estábamos preparando nuestra poción natural, así la llamaba el abuelo, agua y detergente. Me explicó que eso no mataba a los grillos topos simplemente los obligaba a salir de las cuevas subterráneas. Con la linterna íbamos en silencio tratando de encontrar un agujero en el pasto con un montículo de tierra al costado. El abuelo dijo que ese era el rastro que no podían disimular y entonces ahí por el agujero empezábamos a echar despacito el agua enjabonada. Esperábamos un ratito y al cabo de menos de un minuto el bicho color caramelo salía como atontado a la superficie, ahí el abuelo me guiñaba un ojo y lo poníamos en una bolsita. Cuando ya íbamos por cinco  es que  yo empecé a preguntarme después qué íbamos a hacer con estos grillos topos y fue justo cuando   sentimos unos ruidos en el galpón que estaba a unos cuantos metros.
El abuelo me hizo gesto con el dedo índice apoyado en los labios, que hiciera silencio y cuando el abuelo lo pedía así, no volaba ni una mosca. Me indicó luego con ademanes que me quedara quieto. Me convertí en una estatua. Seguíamos ahí en la posición que nos encontró el ruido, agachados, de cuclillas en la tierra, con el balde y la linterna.
Yo estaba inmóvil pero mi cabeza era una revolución, los pensamientos se me agolpaban en la garganta, pero por nada del mundo iba a decir palabra. El abuelo a veces nos contaba historias de animales salvajes que andan por ahí, a veces heridos, cansados o hambrientos que solían  acercarse a los caseríos de noche, por eso cuando nos quedamos de noche el abuelo armaba una fogata para ahuyentarlos y por nada del mundo teníamos permiso para salir solos por ahí. Por eso la cagada del verano pasado había sido como romper varios círculos a la vez.
Mi abuelo me pidió la linterna y entre susurros en el oído me dijo que me fuera para adentro de la casa agachadito como cuando jugábamos a las escondidas y cerrara la puerta con la traba. Medí la distancia y si bien durante el día en medio de un juego hubiese considerado que era mínima, en medio de la oscuridad de aquella noche y bajo esas circunstancias me pareció colosal. Mientras me dirigía a mi objetivo el abuelo iba agazapado en zig-zag hacia el galpón. Se volvió a oír un ruido ahí adentro, como a latas de pinturas que se caían de los estantes. Miré hacia allí totalmente aterrorizado. El abuelo ya se estaba asomado por una de las ventanas laterales, subido a algo que no alcancé a ver, quizás un tronco o el balde. Las piernas no me respondían, la sangre se me agolpaba en la cabeza y sentía alfileres en todo el cuerpo. La lengua estaba pastosa. Decidí acostarme ahí en el medio del pasto para pasar inadvertido, lo había visto en una película con los primos. El abuelo, buscaba la linterna en su bolsillo. Alumbró  hacia adentro y se tambaleó no sé si del tronco o del balde y grito “hijo de puta”, no sabía si era por el tronco, el balde o lo que estaba adentro.
El abuelo estaba en el suelo, levanté la cabeza y podía ver que se masajeaba el pecho con una de las manos. Yo no sabía qué hacer si seguir camino a la casa, ir donde estaba el abuelo, no sabía. El abuelo quedó ahí inmóvil.
Se abrieron las puertas del galpón y casi sentí que me moría. Salió mi papá, mirando hacia ambos lados, ya casi me estaba levantando aliviado para ir corriendo a abrazarlo, pero tras él salió mi tía Nora semi desnuda, recuerdo se le veían las tetas, grandes y blancas. No sé por qué, empecé a tener ganas de vomitar. Llegué a la casa finalmente y puse la traba.
No fue al final  por Perpetua, fue  por muerte natural, eso dijo el médico que llegó después de unas horas.
Yo me quedé pensando en el círculo, la pala que tira tierra y apaga el fuego, el desafío de las leyes, el pasto amarillo y los topos grillos, las cagadas de mierda, el fin del Paraíso, el comienzo de otro universo.

 Corina Vanda Materazzi



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