Este cuento fue seleccionado entre 133 trabajos y recibió una Mención en el Concurso Nacional del 60° Aniversario del Circulo Médico de Lomas de Zamora. Fue publicado por la misma entidad organizadora en una Antología "Relatos Médicos" cuyo jurado estuvo compuesto por el Dr. en Letras Roberto Ferro y las escritoras Laura Massolo y Claudia Piñeiro y coordinación general de la escritora Roxana Palacios
Laura
me despierta con un beso. Me avisa que me espera abajo, en la cocina, con unos
mates.
Miro
el reloj. Son las siete.
Me
llega un mensaje de Julia:
“Doctor
recuerde que Álvarez tiene el último turno”.
Ese
apellido o su ausencia en la lista de
pacientes hacen la diferencia entre un
día de mierda o una excelente jornada.
Apoyo
los codos en la mesita de la cocina frente a las tostadas recién hechas. Me
sujeto la cabeza, que empieza a dolerme,
con las manos.
Laura
me dice: “Ya sé no me digas nada: hoy tenés a Álvarez en el consultorio. Mejor
te preparo un tilo”.
Me
asalta la idea de un revólver, pero no
tengo y tampoco se me ocurre dónde conseguirlo.
Pienso
en la terquedad de Álvarez y sus
síntomas mutantes infundados, en mi propio malestar totalmente justificado por
mi lealtad… “Juro por Apolo médico, por Esculapio, Hygia y Panacea, juro por
todos los dioses y todas las diosas, tomándolos como testigos, cumplir
fielmente, según mi leal saber y entender, este juramento y compromiso y bla bla
bla.”
¿En
qué carajos estaba yo pensando ese día? En Álvarez seguro que no.
Quizás
una sobredosis de marihuana. Eso de que se droga el que quiere, es puro cuento.
No tengo ni la más mínima idea de dónde buscarla. Quizás el nene tenga… pero
nadie muere con cannabis.
Cortarme
las venas es muy de mina, además le complicaría la vida a Laura, que va a tener que levantar el cuerpo, limpiar el
piso, ensuciarse las manos con sangre.
Saltar
de la terraza, es una idea potable. Eso es para valientes, y no es mi caso.
Pero podría ser en algún lugar público, y que consista solo en un intento, en la
terraza del hospital por ejemplo y que
la policía tenga que montar un operativo para evitar el salto. Yo denunciaría a
los gritos mi martirio por el hostigamiento
de Álvarez. Seguramente me encerrarían en un manicomio y me liberaría
del juramento.
Sacudo
la cabeza hacia un lado y el otro.
¿Quién, acaso, de los dos, es el paciente?
Laura
me trae el té de tilo.
Me
sonríe y me dice si quiero el diario.
Le
digo que sí e intento que alguna noticia
me rescate.
Hace
años que atiendo a Álvarez y llegué a la conclusión de que es un hipocondríaco obsesivo hijo de puta. Intenté incontables veces derivarlo sin éxito.
Empezamos
esta relación tediosa con un lunar en el pene que según él era un potencial
melanoma. Lo derivé a una colega de mi absoluta confianza aun sabiendo que no
existía amenaza real. Hizo hincapié en el pudor de someterse a una mirada
femenina que no fuera la de su mujer. Su
Plan de prepaga solo le ofrecía en la
cartilla, mujeres en la especialidad de dermatología. Me llevó como seis
consultas convencerlo de la inocuidad de su lunar.
Tiempo
después comenzó con una supuesta insuficiencia cardíaca. Recuerdo haber ido
tres veces en una semana a la madrugada a su casa. Álvarez llamaba argumentando
que tenía el “corazón como cansado” o que “las venas le dolían”. Fue cuando
Laura reincidió con la alucinación de
que yo la estaba engañando.
Para
esa época salíamos de una crisis matrimonial y yo había decidido dejar las guardias
nocturnas para dejar sin sustento su desconfianza. Después de estos episodios
con Álvarez tuve que abandonar también los domicilios, hasta hace un año, cuando averiguó donde vivo
y el hijo de puta alquiló un departamento enfrente de casa.
Acompañé
a Álvarez en infinidad de presuntos
diagnósticos, de interpretación
catastrófica de sus signos corporales.
Fue
infructuosa la tentativa de una terapia psicológica y mucho menos de una ayuda
psiquiátrica. Llegó incluso a decirme en alguna oportunidad que se estaba
asesorando legalmente y que mi última sugerencia de intentar con una terapia
psiquiátrica puede ser enmarcada como abandono de paciente.
Me
di de baja en la prepaga de Álvarez, aun cuando esta aportaba el cincuenta por ciento de mi clientela y era la que mejor
me pagaba. El muy turro igual se atiende y paga la consulta particular. Es
capaz de vender un riñón con tal de
cagarme el día.
Hace
un mes apareció con un terrible dolor de cabeza que según él era nada más ni
nada menos que un glioblastoma: lo escuché atentamente y decidí emprender una nueva etapa con
Álvarez: Si no puedes con el enemigo,
únete a él.
Sabía
que Álvarez tenía perfectamente estudiado el tema y los procedimientos, quizás
mejor que yo y aun que cualquier neurocirujano de renombre. Realicé la
exploración física que indica el protocolo ante estas afecciones y un largo
cuestionario. Ante las respuestas de manual que Álvarez me iba proporcionando,
yo iba aumentando el gesto de preocupación en mi rostro.
Tomé el
recetario y realicé las órdenes para los exámenes complementarios: Hemograma y
coagulación, enzimas hepáticas y función renal. Rx de Tórax TAC/RNM.
Completar
estos estudios me otorgaría respiro en medio de ese infierno.
Miraba de
soslayo a Álvarez y su cara era una rara combinación de satisfacción y de
espanto.
Para
concluir la consulta de ese día, decidí prescribirle una medicación placebo. Le
dije que era un fármaco de última generación, que lo ayudaría a sobrellevar las
terribles cefaleas mientras esperábamos los resultados.
La
supuesta licencia no duró lo esperado, ya que a los tres días Álvarez volvió al
consultorio argumentando que la intensidad de los dolores había aumentado de
una manera tan severa que ya prácticamente no podía dormir.
Para
coronar mi actuación le dije que evidentemente, si bien aun no estaban los
resultados que lo confirmaran, era probable que estuviéramos frente a un grado
IV (casi irreversible, un pronóstico de mierda). Álvarez iba empalideciendo
cada vez más, increíble,
y pensar que el tipo estaba completamente sano. Estuve a medio metro de empezar
a sentir pena, pero tomé fuerzas de la célebre frase de Einstein: Si
buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo.
Le dije
que el tiempo era un factor vital de manera que no íbamos a esperar los resultados
y le indiqué los exámenes prequirúrgicos.
Álvarez
tomo las órdenes, las manos le temblaban, yo creo que por la emoción más que por el cagazo. Rematé la consulta con
otro placebo, le dije que era un medicamento en estado experimental para reducir
tumores que era probable le trajera algunas contraindicaciones pero dada la
gravedad del cuadro eran riesgos que debíamos asumir.
Álvarez
está más sano que yo y que un bebé de pecho.
Reconozco
despertarme por las noches pensando en Álvarez, en la posibilidad concreta de
que en verdad tenga algo tan tangible como un zapallo dentro de la cabeza y que además sea inoperable.
Mientras
me afeito por las mañanas me imagino asistiendo a Álvarez en un quirófano.
Me
veo, estoy ahí con los guantes: tomo el
tiopental sódico, Álvarez me mira agradecido y pierde el conocimiento
rápidamente. A continuación paralizo el
diafragma de Álvarez con un bloqueador de placa mioneural no despolarizante.
Álvarez ya no puede respirar. Finalmente
el cloruro de potasio que despolariza
el músculo cardíaco provocando un paro.
Laura
me pregunta la cotización del dólar.
Hojeo el diario en busca de la
sección de Economía. Internacionales. Política. Sociedad. Espectáculos.
Fúnebres... Avisos fúnebres... “¿qué es eso?”
Leo y releo.
¡No
puedo creerlo!
Me
río.
Me
paro.
Trepo
a la mesa y salto entre las tostadas, la manteca, el tilo y la mermelada,
avivando los brazos hacia arriba en señal de victoria.
Laura
me mira extrañada.
Me
pregunta si nos salvamos… si jugué al Loto o al Quini esta semana.
Abrazo a
Laura, sonrío ya en silencio, y estas lágrimas... estas lágrimas... algo así
debe de ser la felicidad.
Corina Vanda Materazzi
No hay comentarios:
Publicar un comentario