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martes, 24 de enero de 2017

El paciente



Este cuento fue seleccionado entre 133 trabajos y recibió una Mención en el Concurso Nacional del 60° Aniversario del Circulo Médico de Lomas de Zamora. Fue publicado por la misma entidad organizadora en una Antología "Relatos Médicos" cuyo jurado estuvo compuesto por el Dr. en Letras Roberto Ferro y las escritoras Laura Massolo y Claudia Piñeiro y coordinación general de la escritora Roxana Palacios



Laura me despierta con un beso. Me avisa que me espera abajo, en la cocina, con unos mates.
Miro el reloj. Son las siete.
Me llega un mensaje de Julia:
“Doctor recuerde que Álvarez tiene el último turno”.
Ese apellido  o su ausencia en la lista de pacientes hacen  la diferencia entre un día de mierda o una excelente jornada.
Apoyo los codos en la mesita de la cocina frente a las tostadas recién hechas. Me sujeto la cabeza, que empieza  a dolerme, con las manos.
Laura me dice: “Ya sé no me digas nada: hoy tenés a Álvarez en el consultorio. Mejor te preparo un tilo”.
Me asalta la idea de  un revólver, pero no tengo y tampoco se me ocurre dónde conseguirlo.
Pienso en la terquedad de  Álvarez y sus síntomas mutantes infundados, en mi propio malestar totalmente justificado por mi lealtad… “Juro por Apolo médico, por Esculapio, Hygia y Panacea, juro por todos los dioses y todas las diosas, tomándolos como testigos, cumplir fielmente, según mi leal saber y entender, este juramento y compromiso y bla bla bla.”
¿En qué carajos estaba yo pensando ese día? En Álvarez seguro que no.
Quizás una sobredosis de marihuana. Eso de que se droga el que quiere, es puro cuento. No tengo ni la más mínima idea de dónde buscarla. Quizás el nene tenga… pero nadie muere con cannabis.
Cortarme las venas es muy de mina, además le complicaría la vida a Laura, que va  a tener que levantar el cuerpo, limpiar el piso, ensuciarse las manos con sangre.
Saltar de la terraza, es una idea potable. Eso es para valientes, y no es mi caso. Pero podría ser en algún lugar público, y que consista solo en un intento, en la terraza del hospital  por ejemplo y que la policía tenga que montar un operativo para evitar el salto. Yo denunciaría a los gritos mi martirio por el hostigamiento  de Álvarez. Seguramente me encerrarían en un manicomio y me liberaría del juramento.
Sacudo la cabeza hacia un lado y el otro.
¿Quién,  acaso, de los dos, es el paciente?
Laura me trae  el té de tilo.
Me sonríe y me dice si quiero el diario.
Le digo que sí e intento  que alguna noticia me rescate.
Hace años que atiendo a Álvarez y llegué a la conclusión de que es un  hipocondríaco obsesivo hijo de puta. Intenté  incontables veces derivarlo sin éxito.
Empezamos esta relación tediosa con un lunar en el pene que según él era un potencial melanoma. Lo derivé a una colega de mi absoluta confianza aun sabiendo que no existía amenaza real. Hizo hincapié en el pudor de someterse a una mirada femenina que no fuera la  de su mujer. Su Plan de prepaga solo le ofrecía  en la cartilla, mujeres en la especialidad de dermatología. Me llevó como seis consultas convencerlo de la inocuidad de su lunar.
Tiempo después comenzó con una supuesta insuficiencia cardíaca. Recuerdo haber ido tres veces en una semana a la madrugada a su casa. Álvarez llamaba argumentando que tenía el “corazón como cansado” o que “las venas le dolían”. Fue cuando Laura reincidió  con la alucinación de que yo la estaba engañando.
Para esa época salíamos de una crisis matrimonial y yo había decidido dejar las guardias nocturnas para dejar sin sustento su desconfianza. Después de estos episodios con Álvarez tuve que abandonar también los domicilios,  hasta hace un año, cuando averiguó donde vivo y el hijo de puta alquiló un departamento enfrente de casa.
Acompañé a Álvarez en infinidad  de presuntos diagnósticos,  de interpretación catastrófica de sus signos corporales.
Fue infructuosa la tentativa de una terapia psicológica y mucho menos de una ayuda psiquiátrica. Llegó incluso a decirme en alguna oportunidad que se estaba asesorando legalmente y que mi última sugerencia de intentar con una terapia psiquiátrica puede ser enmarcada como abandono de paciente.
Me di de baja en la prepaga de Álvarez, aun cuando esta aportaba el cincuenta  por ciento de mi clientela y era la que mejor me pagaba. El muy turro igual se atiende y paga la consulta particular. Es capaz de vender un riñón  con tal de cagarme el día.
Hace un mes apareció con un terrible dolor de cabeza que según él era nada más ni nada menos que un glioblastoma: lo escuché atentamente  y decidí emprender una nueva etapa con Álvarez: Si no puedes con el enemigo, únete a él.
Sabía que Álvarez tenía perfectamente estudiado el tema y los procedimientos, quizás mejor que yo y aun que cualquier neurocirujano de renombre. Realicé la exploración física que indica el protocolo ante estas afecciones y un largo cuestionario. Ante las respuestas de manual que Álvarez me iba proporcionando, yo iba aumentando el gesto de preocupación en mi rostro.
Tomé el recetario y realicé las órdenes para los exámenes complementarios: Hemograma y coagulación, enzimas hepáticas y función renal. Rx de Tórax  TAC/RNM.
Completar estos estudios me otorgaría respiro en medio de ese infierno.
Miraba de soslayo a Álvarez y su cara era una rara combinación de satisfacción y de espanto.
Para concluir la consulta de ese día, decidí prescribirle una medicación placebo. Le dije que era un fármaco de última generación, que lo ayudaría a sobrellevar las terribles cefaleas mientras esperábamos los resultados.
La supuesta licencia no duró lo esperado, ya que a los tres días Álvarez volvió al consultorio argumentando que la intensidad de los dolores había aumentado de una manera tan severa que ya prácticamente no podía dormir.
Para coronar mi actuación le dije que evidentemente, si bien aun no estaban los resultados que lo confirmaran, era probable que estuviéramos frente a un grado IV (casi irreversible, un pronóstico de mierda). Álvarez iba empalideciendo cada vez más, increíble, y pensar que el tipo estaba completamente sano. Estuve a medio metro de empezar a sentir pena, pero tomé fuerzas de la célebre frase de Einstein: Si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo.
Le dije que el tiempo era un factor vital de manera que no íbamos a esperar los resultados y le indiqué los exámenes prequirúrgicos.
Álvarez tomo las órdenes, las manos le temblaban, yo creo  que por la emoción  más que por el cagazo. Rematé la consulta con otro placebo, le dije que era un medicamento en estado experimental para reducir tumores que era probable le trajera algunas contraindicaciones pero dada la gravedad del cuadro eran riesgos que debíamos asumir.
Álvarez está más sano que yo y que un bebé de pecho.
Reconozco despertarme por las noches pensando en Álvarez, en la posibilidad concreta de que en verdad tenga algo tan tangible como un zapallo  dentro de la cabeza  y que además sea inoperable.
Mientras me afeito por las mañanas me imagino asistiendo a Álvarez en un quirófano.
Me veo, estoy ahí con los guantes: tomo  el tiopental sódico, Álvarez me mira agradecido y pierde el conocimiento rápidamente. A continuación  paralizo el diafragma de Álvarez con un bloqueador de placa mioneural no despolarizante. Álvarez ya no puede respirar. Finalmente  el cloruro de potasio  que despolariza el músculo cardíaco provocando un paro.
Laura me pregunta la cotización del dólar.
 Hojeo el diario en busca de la sección de Economía. Internacionales. Política. Sociedad. Espectáculos. Fúnebres... Avisos fúnebres... “¿qué es eso?”
 Leo y releo.
¡No puedo creerlo!
Me río.
Me paro.
Trepo a la mesa y salto entre las tostadas, la manteca, el tilo y la mermelada, avivando los brazos hacia arriba en señal de victoria.
Laura me mira extrañada.
Me pregunta si nos salvamos… si jugué al Loto o al Quini  esta semana.

Abrazo a Laura, sonrío ya en silencio, y estas lágrimas... estas lágrimas... algo así debe de ser la felicidad.

Corina Vanda Materazzi

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