Todo parecido con la realidad es pura coincidencia. Omito muchas cosas cuando digo la verdad
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viernes, 26 de mayo de 2017
domingo, 21 de mayo de 2017
Contrafrente
“Me fui
de casa porque Marta es una conchuda”. Eso le dije al Gerente del Banco donde
trabajo. “Sí, conchuda”, le reiteré a Pancho, que insistió con ayudarme en la
mudanza en el departamento de dos ambientes a contra frente que alquilé el mes
pasado. Es controladora le confesé, de mis horarios, de mi celular, del homebanking, de mis ruidos cuando
mastico, cuando trago, cuando voy al baño, de la cantidad de sal que le agrego
a la comida, del tiempo que demoro entre el laburo y la casa. En síntesis Marta me rompió las pelotas toda
la vida, pero antes me las arrastró, me las apretó y las infló hasta que me
explotaron.
Antes de esa tarde en que me fui, el
rompedero de bolas parece ser que no traspasó esa línea que divide lo tolerable
de lo intolerable. Ahora que lo pienso debo haber tenido un umbral de paciencia
bastante amplio. Ahora no.
Esa tarde llegué del trabajo
totalmente empapado, había piquetes en la cuidad muchos más de los habituales y
mientras decidí bajarme del bondi y empezar a trotar para llegar a casa lo
antes posible porque era martes y los martes Marta va al gimnasio, ese de
mierda lleno de otras conchudas tan o más conchudas que ella. A veces pienso
que se contagian, se retroalimentan como un especie de círculo vicioso o gueto,
parece que se coagulan y se hacen más fuertes,
más indomables.
Yo trotaba casi que corría ese
martes, porque ese martes llovía y cuando eso pasaba yo llegaba del trabajo y
tenía que llevarla a Marta, porque Marta no maneja, pero maneja todo, menos el auto, pero no hacía
falta que lo hiciera porque yo tenía que manejar por ella, como tantas otras
cosas que no viene al caso que ahora las enumere. Decía que venía a los trotes
con el traje, la camisa y los zapatos y me martillaba en la cabeza los gestos que
imaginaba tendría Marta por mi retraso. La suponía ya con las calzas puestas,
esas ridículamente violetas y la musculosa insolentemente blanca con las tetas
tan arriba que casi le llegan al cuello, como una deformidad, como una especie
raro de camello invertido del subdesarrollo. Estaba seguro que estaba, con eso
y con esa cara de ojete tan parecida a la que la tenía su madre. Mi suegra es un capítulo
aparte, debí años atrás darme cuenta, porque nadie escapa a los genes, a la
herencia del carácter, a ese legado que recorre las venas y se instala en los
modos, sobre todo en los de mirar despectivamente, como si el otro al que miran
(yo en este caso) tuviera bosta en las suelas de los zapatos o una insignia en
la frente que denunciara que es una inmundicia. Con el diario del lunes todos
somos sabios y uno llega a ese linaje cuando todo está perdido y esa sabiduría
ya no le sirve para nada. En definitiva
yo fui tan pelotudo como lo fue mi viejo: un cero a la izquierda.
Al principio cuando nos fuimos a
vivir juntos, no sé no era así, o al menos no tan así, después un día, no
recuerdo cual, fue como despertar de un coma y encontrarme en un laberinto con
un monstruo que venía a ser Marta. El primer tiempo, cuando tenía esos
arranques conchudos, pensaba que le estaba por venir, había escuchado ciertos
comentarios de que las mujeres en ciertos días, los premenstruales, se ponen
“especialmente rompe huevos”. Marta para esa época llevaba unos cuantos días de
abusivo rompedero de pelotas y empecé a sospechar. Anotaba al llegar a la
oficina, en el almanaque triangular que me
había regalado un cliente para fin de año, con un círculo rojo los días que
indicaban el ciclo. Para cuando llegué a los veinte días consecutivos entendí que
ese síntoma persistente no sólo era crónico y perpetuo, sino que Marta era así.
Con los años dicen que nos vamos pareciendo más a nosotros mismos, con lo cual
es evidente, que en su caso, la mejoría no era una posibilidad factible. Lo
peor de todo es que la conchudez no es una enfermedad como otras, que dada la
gravedad, hace que, tiempo más, tiempo menos, esa dolencia acabe por llevarse a
quien la transporta, o a quien la padece, en este caso: yo.
Desde la mañana comienza la
pesadilla, cuidar todos los detalles para no provocar a Marta. El tema del baño
es el más complejo: no dejar pelos en ningún lugar, algo difícil desde que a
Marta se lo ocurrió en remodelar el baño: piso, azulejos, techo, inodoro bidet
y vanitory todo blanco, blanco nieve (ni
siquiera un blanco tiza o un blanco sucio) porque Marta adora la limpieza.
Con los años fui reduciendo las
zonas de conflicto, dejé de desayunar en casa, un lugar menos en donde puedo
dejar algo fuera de lugar .Un grano del café soluble que caiga sobre el piso de
la cocina (que también es blanco) puede aumentar
y alimentar esa voracidad irrefrenable de puteadas e insultos que van creciendo
en escalada y su voz se transforma discordante, áspera ,temible. Los
repasadores son todos blancos de manera que una gota de saliva puede ser un
atentado terrorista imposible de ocultar. Marta tiene un zoom en el orden de la
casa. Los libros de la biblioteca, por ejemplo, tienen una disposición de acuerdo
al tamaño y el color. Incluso las cosas que están a resguardo de cualquier mirada,
en cajones o cajas, guardan un estricto orden
que bajo algún criterio Marta dispuso y que yo nunca entendí pero que tampoco nunca discutí. Mis medias y calzoncillos son todos
iguales. La misma marca, el mismo talle, el mismo color.
Alquilar una casa para irnos de
vacaciones es una tortura china: la variedad, las formas disímiles de los objetos,
adornos, azulejos, toallas sábanas y veladores que contienen las casas de gente
normal la desquicia. La primera mitad de las vacaciones consisten en alinear, equilibrar
y regularizar (según sus palabras) el contexto. Para cuando todo está listo yo
me quiero pegar literalmente un tiro en las bolas. Intenté llevarla al Caribe a
una de esas playas exóticas de agua templada, no por la serenidad que propician
esas imágenes de arenas blancas y desiertas ,sino por la posible existencia de
tiburones. Incluso algún verano pretendí seducirla con turismo aventura. Adentrarnos
en un riesgo en donde la muerte segura cobrara su vida o la mía era una
fantasía reiterada y potente. Cualquiera de estas posibilidades hubiese dado
por terminado el calvario.
Cualquiera a esta altura se preguntará por qué siempre imagino
un tiro en mis pelotas en cambio de dárselo a ella. La respuesta es simple:
porque todos los boludos somos cobardes, sino, no seríamos boludos y además…por
Lucho, nuestro hijo.
Parece increíble pero Marta y yo
tenemos un hijo. No es adoptado y tampoco fue por inseminación artificial. Alguna
de las dos opciones me hubiese aportado cierto grado de dignidad. Alguna vez
tuvimos sexo, a veces también lo tenemos ahora. No es algo de lo que obviamente
después de quince años con una misma mujer me enorgullezca, más bien me
avergüenza. A cualquier conocido que nos frecuente le dejo entrever que hace
años que no pasa nada. En general por lo que otros cuentan las mujeres con el
tiempo les empieza a doler la cabeza o los cambios hormonales hacen que la
libido se filtre por otros lados. No es
el caso de Marta. No es que Marta sea fea, todo lo contrario, pero cinco
minutos de convivencia con ella hace que sea imposible que se te pare la pija aún
con diez miligramos de Viagra encima. Yo me doy cuenta cuando Marta entra en
calor. Para empezar no me rompe tanto las pelotas (porque nunca deja de
romperlas en su totalidad) incluso hasta puede ser amable. Se hiperperfuma
desde la mañana y yo sé que a la noche la estampida es ineludible. Intento entonces,
a escondidas, ver algunas páginas por internet, en el trabajo, imagines que
luego intento retener y que servirán para hacer lo que debo hacer.
Nunca la engañe a Marta porque en
cada mujer puedo percibir un rasgo de ella y entonces se me vuelven como una especie de muerte
anunciada. Estoy condenado.
Pienso en Lucho y pienso en la secuencia:
mi padre-yo-Lucho. Junto con el apellido silenciosamente le trasmitiré la carga, ese peso absoluto que
nos hace a todos los Salvatierra unos
pelotudos. Quizás si Lucho fuese homosexual
podría torcer el destino y tener una mínima chance pero antes Marta le torcería
el miembro con lo primero que encuentre.
Esa tarde que llegue del laburo todo
empapado. Más que por la lluvia era por
el sudor frío que me recorría todo el cuerpo, como los animales que saben que
están en una emboscada en inferioridad de condiciones. Marta no estaba como me
imaginaba, porque sencillamente: no estaba.
La busqué por toda la casa pensando
que estaba agazapada y que quizás desde algún rincón esperaba el momento
oportuno en que yo me relajara para salir como una bestia a las puteadas. Cuando
agoté los lugares más obvios y previsibles y Marta no aparecía la búsqueda se
tornó desquiciada. Busque en el horno, en la heladera, la alacena incluso
dentro del lavarropas. Cuando ya no quedaba lugar y espacio mínimo posible, (y
por demás insólito e improbable) abrí su placard y allí me di cuenta.
En su orden obsesivo era fácil e
indudable advertir lo que faltaba y por tan mínima que resultara esa ausencia era
por demás determinante. Lo más notable no es saber qué era lo que faltaba y por
qué su falta era tan relevante. En definitiva
no es más que un detalle, parte de una intimidad que prefiero dejar a
resguardo. Lo más importante es que la muy conchuda no sólo no estaba, sino que me además
me había dejado.
Corina Vanda Materazzi
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